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Las batallas en el (pasillo) desierto

A pesar que este miércoles parece cualquier otro día, algo distinto pasará
Foto: Afp

Hay días en los que extraña trabajar en casa. Ahí, a pesar del miedo que araña puertas y ventanas, se siente segura, segura de él. En su casa, no la puede desnudar con la mirada a través del zoom. Ahí no le encarga trabajos de última hora con tal de que se queden a solas, en la noche, sin más testigos que el pasillo desierto de la oficina. Le tiene terror a su jefe. 

Hay días en los que le gustaría renunciar, apagar para siempre la computadora de su escritorio; buscar otro trabajo. Hay otros días en los que le quisiera encararlo, exhibirlo; denunciarlo y hacer públicos los mensajes que le ha mandado, las amenazas que ha sufrido. Siempre, después, la realidad la mira a los ojos y la convierte de piedra.

Pero hoy no será así. Como todos los días desde el regreso al trabajo presencial, cuando desempolvaron escritorios y arrancaron telarañas de rincones, ella se dirige con la vista al suelo al trabajo. “Si alguien me viera caminar así”, piensa, “me podría comparar con un animal que va al matadero”. Y es que así es. Pero hoy no. 

A pesar que este miércoles parece cualquier otro día, algo distinto pasará. Saluda sin sonreír en la entrada, y se dirige directo a su escritorio, convertido en trinchera, esperando no toparse con él en el pasillo. Cuando piensa que lo logró, él aparece y le recrimina, en voz alta: Llegas cinco minutos tarde. Ella ve su reloj, y confirma que no, que está a tiempo. No le contesta, simplemente asiente y vuelve a bajar la mirada, como animal que va al matadero. 

Se enfrasca en su trabajo, monótono, en ocasiones sin sentido; remar en una galera encallada. Hacía ya tiempo que dejó de proponer mejoras a esos procesos, pues implicaba verlas directamente con él. Exhibido en su incapacidad, el jefe reaccionaba con brutalidad, con una violencia animal en la que germinaban después diversas formas de venganza. Y una de ellas, la que más temía, era ametrallándola con propuestas sexuales. 

Como las que manda ahora. Su teléfono comienza a sonar: una especie de hipos electrizados que, irremediablemente, anidan en la boca de su estómago y le provocan arcadas. Ve el nombre en las notificaciones de la pantalla, y comienza a temblar; un temblor monocorde, como un tintineo, como el zumbido del dispositivo que está recibiendo insultos. Voltea la pantalla del celular, pero eso no amaina su miedo y corre al baño a llorar. 

Cuando regresa, con los ojos hinchados, él la espera en su escritorio. “Como no contestas mis mensajes tuve que venir a decírtelo: te mandé una tarea urgente, que tienes que terminar hoy mismo”, ordena, con voz de metal. “Si no lo terminas, vete despidiéndote de este trabajo”. Ella simplemente asiente y vuelve a bajar la mirada. Espera a que él se vaya para ver su celular: en efecto, le mandó un archivo, pero antes, por lo menos, otros veinte mensajes aparecen, la mayoría obscenos molotov.

Y entonces, otra notificación golpea la ventana del celular: “No te dejes, da batalla”. Es de un número desconocido. Levanta, al fin la mirada, y comienza a mirar a las personas que están a su alrededor, igual que ellas atrincheradas. Pudo ser cualquiera: el contador con el que se ensaña todos los días el jefe, el diligenciero al que insulta, la recepcionista a la que le bajó el sueldo por tutearlo, la de nóminas, cuya autoestima ha masacrado con más de mil sobrenombres. “No te dejes”. 

Por primera vez desde la soledad de su casa se siente en compañía. El nudo se desanuda, las arcadas se desvanecen, la sonrisa regresa y se escapa incluso del cubrebocas. Comienza a trabajar con esmero, sosteniendo la mirada a sus compañeros, sosteniendo la ilusión. Las horas pasan y el pasillo vuelve a llenarse de vacío. De nuevo, en la oficina está sola, sola con él. Se apura en ese trabajo urgente, y cuando lo termina, al fin, él irrumpe, más violento que nunca. Ella se levanta, y él aprovecha para acercarse y cercarla. 

Con un brazo, la intenta inmovilizar. Con el otro, le levanta la falda. Ella lucha, grita; intenta morderlo. Él apaga la luz del pasillo, y la arrincona; apoya todo su cuerpo contra el de ella, la invade. Le escupe insultos, sisea, más que susurra; le promete ascensos, bonos, la amenaza con despedirla, con decir que es una ofrecida. De repente, la luz se enciende y varias personas comienzan a gritar, a pedir auxilio. Él se desconcentra y ella logra librarse. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, convocando toda su furia, le da una patada en la entrepierna, directito a los huevos, que lo deja en el suelo. 

Corren a abrazarla sus compañeros: el joven contador, el diligenciero, las recepcionistas, la de nómina; todos. “Te lo dijimos”, recuerda una. “No estás sola. Ya no más”. Ella sonríe y dice sí, sí, sí. No estoy sola; los tengo a ustedes. Baja la mirada, pero ya no como un animal que va al matadero, sino como una mujer que pudo defenderse. Él sigue en el suelo, arrastrándose. El diligenciero lo filma con su celular, y él, balbuceando, pide perdón. 

“No te perdono”, contesta ella. “Yo tampoco”, dice una de las recepcionistas. “Ni yo”. “Ni yo”. “No te perdonamos”.

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Edición: Ana Ordaz


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