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Cosas que salvarías de un barco que está naufragando

El 'Endurance' resistió al tormento casi dos años, pero al final claudicó y el hielo lo engulló
Foto: Ap

Ya borracho, Harry, Chippy, McNish, carpintero del Endurance, se encariñó con un gato. El animal merodeaba en la barra del último pub del último puerto al que recaló Chippy antes de que a él y sus compañeros de tripulación se los tragara la fría noche antártica. El carpintero sabía que navegaría hacia la muerte o hacia la gloria, y, en ambos casos, no quería hacerlo solo. Pagó el último whisky peleón cutty sark y metió al gato en su abrigo; así entraron los dos al barco. Pronto, el polizón fue aceptado, incluso por el capitán Shackleton, cuando se constató su eficacia como cazador de ratas y ratones; afianzó su lugar en la tripulación al demostrar su temeridad al balancearse por las barandillas del Endurance durante las más fieras de las tormentas: administraba como tahúr sus nueve vidas. El gato fue bautizado como “Señora Chippy”, aunque después se reveló “señor”. 

Después de navegar cientos de kilómetros, arañando ya su destino —y la gloria— el hielo se convirtió en infranqueable barrera y aprisionó con sus heladas garras al barco y a su tripulación. Pasaron meses en esa cárcel helada, de inhóspita blancura, esperando el salvoconducto del sol y el deshielo, lo que la providencia les negó. En la oscuridad total sólo el “Señora Chippy” podía ver, con sus eléctricos ojos amarillos, que aún se avecinaba lo más difícil de la misión. El barco tenía una tripulación de 28 hombres, y había 69 perros, todos destinados a tirar trineos. En ese naufragio helado, un san bernardo tuvo una camada de cuatro. Mientras los animales nacían, la presión del hielo contra el casco del barco hacían un ruido que “parecían los gritos de una criatura viva”.

El Endurance resistió a ese tormento casi dos años —el mismo tiempo que ha durado nuestra prisión pandémica—, pero al final claudicó, y el hielo lo engulló. “Estamos sin hogar y perdidos en un mar de hielo”, resumió el capitán Shackleton, perdido en una inmensidad alba, en incertidumbre helada. La única certeza que tenía era que salvar las vidas que tenía a su cargo, costara lo que costara. Todo lo que rodeaba al él y a sus hombres tenía la intensión de asesinarlos; la naturaleza estaba resuelta a cobrarse más vidas; devoró madera y hierro, y ahora quería carne. Shackleton decidió entonces que tenían que escapar de ese destino. Y, para hacerlo, se tenían que llevar consigo sólo lo indispensable. Como relata Jacinto Antón, el propio líder dejó un puñado de monedas de oro en la blanca, blanda nieve, su reloj, sus cepillos de plata, su neceser y la Biblia, regalo de la reina Alejandra, de la que solo se llevó unas páginas de Salmos y unos versos del Libro de Job, cuya lectura “no les alegraría precisamente la excursión y que suenan a epitafio del bergantín”.

En el éxodo, todo lo que sobraba se tenía que quedar atrás. Y, sobraban un gato y cuatro cachorros, que fueron sacrificados. Chippy McNish, que había aguantado la saña del invierno eterno, de la noche sin fin, protagonizó la única chispa de motín que sufrió Shackleton en su odisea. Aunque al final la furia del carpintero se enfrió, como se enfriaron todos los huesos de estos náufragos de la mar helada, su violenta reacción le valió ser el único de la tripulación en no ser condecorado a su regreso a la cálida civilización. En lugar de una medalla, hoy día en la tumba del marinero hay una estatua de bronce de un gato atigrado con un buen par de cojones, que parece balancearse como si la lápida fueran barandales de un barco. Shackleton logró lo imposible, y salvó la vida a 28 hombres y 69 perros. 

 

Lee: Hallan nave de explorador antártico, hundida hace más de un siglo

 

Hace unos días se dio a conocer que una expedición científica a bordo del buque Agulhas II halló al redundante, resistente Endurance. El mítico barco fue descubierto en el mar de Weddell, la puerta de entrada de la Antártida, a 3 mil metros de profundidad. El “noble, valeroso, valiente barquito con agallas”, como lo describió su tripulación en sus últimos momentos, está de pie, erguido, orgulloso en el fondo, y en la popa se puede leer todavía su nombre, decodificado por ojos humanos por primera vez tras 106 años de su hundimiento. Según crónicas publicadas, no parece que ondee aún la bandera azul que izó Shackleton antes de abandonar el barco, pero desde la inmensa profundidad fría de los abismos antárticos, entre anémonas y otras criaturas marinas, hay personas con imaginación que juran que también flota fantasmal felino. 

En este siglo en el que el Endurance ha danzado con las corrientes submarinas, recorrió unos 7.5 kilómetros del punto del que se hundió, ahí donde el hielo de las décadas sepultó las monedas de oro y la Biblia de Shackleton y los restos de los únicos cinco seres vivos a los que se les negó de nuevo los rayos del sol. Junto a ellos también yacen gastadas fotografías de mujeres y niños y niñas —esposas, amantes; hijos e hijas—, cartas cansadas de tanto ser leídas y acariciadas, una Enciclopedia Británica a la que le faltan dos tomos, un cofre con suaves rizos abrazados por cintas de terciopelo, un recorte del Times con el anuncio de reclutamiento a la expedición y una botella con un último trago de cutty sark. Ese gato y esos objetos eran toda la vida de los marineros de Shackleton, que tuvieron que abandonarlos para no morir. 

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Lea, del mismo autor: Ser testigo del fin de los tiempos a través de una rendija

 

Edición: Estefanía Cardeña


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