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Ser testigo del fin de los tiempos a través de una rendija

El miedo se fue apoderando de todos los que estábamos ahí, una epidemia de terror
Foto: Ap

 

Para aquella Auxilio Lacouture, alta y flaca como el Quijote, oculta en los lavabos de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma de la universidad por la policía, en México, en septiembre de 1968. 

No sé por qué fui al estadio. Tal vez porque me sentía sola. Tal vez. Tal vez porque necesitaba ver gente, respirar, salir de casa; la soledad me asfixiaba. Pero aún no lo sé con certeza, la verdad. No lo sé, ya que ni siquiera me gusta el fútbol, no le encuentro sentido: hombres haciendo cosas de hombres. Y, sin embargo, fui. Me invitaron unos amigos, y para qué te miento, la estaba pasando bien; muy bien, de maravilla. Cuando las personas gritaban, yo gritaba. Cuando se llevaban las manos al rostro, yo igual lo hacía. No sabía qué festejaban o de qué se lamentaban: yo sólo me dejaba llevar; flotaba en ese mar agitado, planeaba en las corrientes de aires provocada por el aliento de cánticos; brincaba al ritmo de tambores tribales. El cielo se conjuró y el sol me abrazaba con el cálido abrazo que me había negado durante meses; recuerdo la fina llovizna de cerveza que caía sobre todos nosotros cada vez que el balón rozaba una portería, cualquiera. Uno de mis amigos, al verme tan contenta recibiendo ese súbito rocío, me advirtió que era posible que no fuera sólo cerveza. Y me reí, me reí a carcajadas, como no lo hacía desde hace mucho tiempo. Entonces, me acuerdo perfectamente, vi cómo los rostros de mis amigos, los de todos, se oscurecían, eclipsados por las señales que anteceden a la tragedia; vi cómo el miedo les arrancaba la sonrisa. No sabía qué les pasaba, qué pasaba; no encontraba la raíz de ese miedo, que poco a poco, en instantes eternos, se fue apoderando de todos los que estábamos ahí; una epidemia de terror. Se escucharon gritos, insultos; algo crujió, tal vez una reja, o una puerta rota; mis pies sintieron un temblor monótono, como el ronquido del paso de un tren, que después supe fue el de una estampida de bestias. Los de los asientos de arriba nos comenzaron a empujar, y nosotros comenzamos a empujar a los de abajo, salvaje sálvese quien pueda. De repente, todos anhelábamos conquistar el césped, añorando ese territorio verde como si fuera la única tierra firme. Vi a padres cargar a sus hijos, tapándole los ojos; vi a mujeres, como yo, caer, y ser pisoteadas. Yo me aferré lo más que pude de la mano de mi amigo, pero terminé sola, perdida. Detrás de mí, un monstruo rugió, y no me atreví a voltear; temí convertirme en estatua de sal. Logré correr por uno de los pasillos, y sin saber qué hacer, me escondí en un cuartito, una minúscula bodega; cerré la puerta y esperé a que todo pasara. No sé si fueron horas o sólo unos minutos; no sé: perdí la concepción del tiempo, entre otras más cosas. En el cuartito, me hice ovillo y cerré los ojos, con fuerza; me tapé los oídos, hasta que un fuerte golpe sacudió la puerta. Por una pequeña rendija vi cómo un joven, sin playera, caía al suelo: tenía sangre en el rostro. Él me vio, y sentí que me suplicaba ayuda cuando varios pares de tenis comenzaron a patearlo, una y otra vez, una y otra vez: en el abdomen, en la cara, en los genitales. Vi cómo le quitaban el pantalón y los calzoncillos, cómo, además de patearlo, le estrellaron una silla en la cabeza y lo latigueaban con cinturones, una y otra vez, una y otra vez. Escuché gritos que azuzaban, que enardecían, que clamaban sangre: mátalo, mátalo, mátalo. Cuando ya no se movía, el joven fue abandonado en el piso, y desde ahí aún lo escuchaba respirar: una respiración rota, salpicada, borboteante, y así supe que no había muerto, aún. Los gritos y los golpes se fueron alejando, cada vez más, y estuve tentada a salir del cuarto para ayudarlo, pero él volvió a abrir los ojos y vi que, desde la primera vez que me vio, no suplicaba por mi ayuda, sino porque yo no saliera, que siguiera escondida. No era una petición de ayuda: era una advertencia, una invitación a que me mantuviera a salvo. Escuché otros pasos, y vi cómo otra vez un grupo rodeó al joven; vi que llevaban botas y que hablaban por la radio, así que pensé que eran policías y que iban a llevarse al joven, para que lo atendieran. Pero no. Una de esas botas le dio una patada, una más, y lo volvieron a dejar solo. El joven entonces dejó de respirar. Yo cerré de nuevo los ojos, esta vez mucho, muchísimo tiempo. Tanto, que cuando los volví a abrir ya era de noche y el cuerpo del muchacho ya no estaba ahí. Ya no escuchaba ruido, y decidí salir. Comencé a caminar, buscando la salida. Yo era incapaz de levantar la mirada, y vi también zapatos manchados de sangre, botas apuradas y perdidas, tanto como yo. Aún había personas tiradas en el piso, también desnudas; aún se escuchaban estertores. Apuré el paso, caminando de puntillas por las brasas de ese infierno, sin saber aún que el salvoconducto del color azul de mi blusa bastó para que saliera viva y a salvo. Ya afuera, llamé a mis amigos. Nos reunimos en un lugar cercano, y lo primero que hicimos fue abrazarnos y llorar. No he dejado de llorar desde entonces, sobre todo cuando recuerdo todo lo que una mirada te puede decir. Y aunque esa mirada me alertaba de la furia, yo supe que por encima de todo exhibió valor. Y esa mirada fue mi amuleto, mi talismán.

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Lea, del mismo autor: Las batallas en el (pasillo) desierto
 

Edición: Estefanía Cardeña


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