El efecto Lucifer en los Oscar

La ira es el deseo de devolver el daño.

Aristóteles

Opiniones van y vienen desde el domingo en el que, en medio de los premios Oscar, el recién galardonado Will Smith propinó una bofetada seca al actor que en ese momento fungía como presentador, Chris Rock, ambos de color, es propio puntualizarlo ya que si los adversarios hubieran sido de color de piel distinta, otro rumbo tendría el incidente desafortunado. A todo esto, después de que personajes de todos los sectores sociales y profesionales se han pronunciado a nivel mundial, a la agraviada, Jada Pinkett, también de color, nadie le ha pedido su opinión. La escena de dos machos peleando por la hembra nos remite a un escenario primitivo, difícil de concebir que en una gala donde la crème de la crème de la farándula estaba concentrada, se haya dado el espectáculo prehistórico. El sicoanalista Erich Fromm planteó las dos posibilidades que tenemos al actuar: retroceder o avanzar. Consideraba a la primera “una solución patógena arcaica” y la segunda “el progreso moral” (no del árbol de moras).

No la haré de abogado del diablo, ese es Al Pacino, pero sí me gustaría dirimir en torno a la reacción de ira (uno de los siete pecados capitales) de Smith ante el comentario que interpretó como burla a su esposa que padece calvicie. En los años setenta el sicólogo estadunidense Philip Zimbardo llevó a cabo un experimento con sus alumnos de la Universidad Stanford para comprobar cómo una persona pacífica ante circunstancias extremas puede actuar de un modo nunca esperado, a esta reacción la llamó: Efecto Lucifer, es decir la desinviduación. Resulta escalofriante la extrapolación del experimento, ya que el progreso moral del hombre no está garantizado, ante situaciones estresantes es posible una regresión a formas primitivas de respuesta, lo que resulta peligroso en sociedades oprimidas. Lo frágil de la personalidad vulnera al ser humano a perder la compostura ante un agente peligroso u ofensivo.

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El filósofo romano Séneca en su tratado De la Ira, a la que consideró la peor de las pasiones humanas, describe la descomposición corporal cuando el mal se posesiona: los ojos se inflaman y centellean, el semblante enrojece, la sangre se calienta, los labios tiemblan, se aprietan los dientes, el pelo se eriza, la respiración se corta, la palabra se vuelve torpe, se golpean las manos, se exageran los ademanes, cada gesto es una amenaza, imposible ocultarla, como se vio en las pantallas alrededor del orbe la descompostura de Smith. El filósofo apela al libre albedrío, porque si bien tenemos una naturaleza, también somos dueños de una voluntad para frenar el impulso y, aún mejor, desterrarla del repertorio de pasiones. 

Las redes sociales ejercen presión y repudian la tibieza de la Academia, que con seguridad no tiene contemplado algo similar a unos años de cumplir su primer siglo. Las consecuencias  ya las padece el agresor, sin embargo, el silencio de la ofendida causa ruido, quien sin deberla ni temerla de repente pasó a ser la manzana de la discordia. 

Controlar al dragón que llevamos dentro antes de que lance fuego parece tarea sencilla, desde contar hasta 10 hasta emprender la graciosa huida por unos momentos para enfriar los ánimos o, en otros casos, distraerlo, lo que hubiera resultado fácil ante la espectacularidad del momento.

Dado que la regresión moral es una amenaza constante, es mejor no tentar al diablo. La recomendación aplica tanto en lo individual como en lo colectivo.  

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Edición: Estefanía Cardeña