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del

'El Niño' y las sirenas

Enrique Metinides sobrevivió a los riesgos de su oficio y fue cronista del dolor ajeno
Foto: Fabrizio León Diez

Alfonso Morales

Por cerca de cinco décadas, el reportero gráfico Enrique Metinides sobrevivió a los riesgos de su oficio y cumplió con su deber como cronista del dolor ajeno. Primero se le cansó el corazón que los ojos en la urgida y escabrosa tarea de convertir la sangre, la desesperación y el luto en noticia. Capturadas en el lado sombrío de la convivencia urbana, sin presumir de mayores artes que la oportunidad, la exclusividad, el impacto calculado y la narración concisa, sus imágenes buscaron y merecieron el honor de desplegarse a toda plana, bajo grandes titulares y con pies sobrados de adjetivos: espantoso, inaudito, dantesco, terrible, horripilante, monstruoso. Pocos como él han visto tantas veces convertida nuestra ciudad en teatro macabro, fosa omnívora, valle de lágrimas o réplica de lo que hemos convenido en imaginar como el infierno. Quizá por eso no dejó de recordarnos que la vida pende de delgados hilos y que en el momento final, sobre la plancha de la morgue, todos somos iguales: un cuerpo desnudo e inerte que deja tras de sí una historia por contar, un nombre que se perderá entre los remolinos del olvido.

A las 19 horas del día 12 febrero de 1934, en el seno de una familia formada por migrantes griegos y en una popular colonia de la Ciudad de México, nació Jaralambos (Enrique) Metinides Tsironides. Desde niño supo cuál iba a ser su profesión y jamás intentó cambiar de giro. Al puesto de reportero gráfico de nota roja, una actividad que no requería de certificados escolares, lo condujeron sus propias obsesiones infantiles. Sin más experiencias que la de lector de comics y asiduo espectador de los seriales cinematográficos en que abundaban las persecuciones y las corretizas, a muy temprana edad se encaminó hacia donde se apilaban los fierros retorcidos y se tendían las víctimas de la desgracia. Cuando un periodista de La Prensa, Antonio El Indio Velázquez, lo descubrió retratando a un mastodonte mecánico que se había estampado contra una de las boyas de la avenida San Cosme, colocadas para la protección de los peatones que esperaban al tranvía sobre el camellón, Enrique Metinides era un niño de 12 años que coleccionaba imágenes impresas de automóviles chocados y llevaba, gracias a la cámara de cajón que le había regalado su padre, un registro personal de los accidentes sucedidos en su barrio.

 

Foto: Metinides

 

Para el precoz fotógrafo ya no eran novedad los cuerpos cercenados por los trenes que pasaban bajo el puente de Nonoalco, uno de los límites simbólicos y morales de la Ciudad de México a mediados del siglo XX, ni los hampones de poca monta que comparecían ante la barandilla o los ojerosos guardianes del orden que hacían justicia entre un trago de Orange Crush y una mordida a su torta compuesta. La Séptima Delegación de Policía quedaba cerca del que fue su cuarto domicilio en la capital, en Santa María la Ribera, y el personal que en ella laboraba visitaba con frecuencia el negocio de la familia, el restaurant Olimpia, que ocupaba el número 54 de la misma avenida San Cosme. Quizá seducidos por los retratos que les tomó y los álbumes que les mostraba, estos comensales, humildes infanterías del poder judicial, dejaron que el niño Metinides fotografiara a sus anchas la vida de la comisaría y entrara en contacto con sus primeros cadáveres.

Luego de su encuentro al lado de aquella carrocería abollada, El Indio le sugirió al niño-reportero que llevara sus fotos al diario donde él trabajaba y al poco tiempo lo convirtió en su asistente. La única imagen que se conserva de ellos juntos les fue tomada a unos pasos de la antigua sede de La Prensa, en la calle Humboldt, mientras leían un periódico que dedicó su principal encabezado al asunto de las rentas congeladas. Poco antes el maestro y el aprendiz habían estado observando, en la azotea de uno de los más altos edificios de la ciudad, la filmación de una escena de la película Ustedes los ricos (1948), dirigida por Ismael Rodríguez, en la que Pepe El Toro, el más famoso personaje encarnado por Pedro Infante, era atacado sin clemencia por las huestes de El Tuerto, su acérrimo rival.

Enrique Metinides no olvida los rondines y aún agradece las enseñanzas de ese periodo, a fines de los años cuarenta, cuando fue la sombra de uno de los pilares de la nota roja mexicana; un género que en la siguiente década alcanzó un auge extraordinario y enfrentó, en contraparte, el escándalo de las buenas conciencias, los moralizadores que en el mismo Zócalo capitalino organizaron autos de fe con publicaciones atrevidas, queriendo librar mediante las llamas a la párvula sociedad del nefando pecado de la pornografia.

Mientras un taxi los esperaba en la calle para llevarlos al siguiente destino, El Indio y El Niño cumplían con su recorrido por las paradas oficiales del viacrucis citadino: las delegaciones, la jefatura del Servicio Secreto y la estación de bomberos, el anfiteatro del Hospital Juárez, las cruces Verde y Roja, y Lecumberri, el Palacio Negro donde conoció al falsificador Enrico Sampietro y fue protegido por El Sapo, una leyenda viviente entre los "huéspedes de la gayola". Este asesino serial, aunque también mitómano, puso por delante el aval de la centena y media de muertes que debía, muchas de ellas aportadas por los sinarquistas que reprimió cuando trabajaba de soldado en Guanajuato, para informarles a sus compañeros de prisión que la próxima vez que alguien molestara al cargacámaras de Velázquez, le robara la pluma o le desapareciera el peine, se tendría que atener a las consecuencias de su ira.

 

Foto: Metinides

 

El Indio Velázquez, quien al salir de La Prensa se convirtió en director de la revista Alarma (1950, propiedad de Alfredo Kawage Ramia, que también era dueño del diario Zócalo), y en los siguientes años del semanario Crimen (1951) y de sus secuelas Guerra al Crimen (1952) y Jaque al Crimen!, le hizo conocer al aspirante a fotoperiodista los laberintos y sótanos de la ciudad en las postrimerías de la bonanza alemanista. Jefe de fotógrafos honorario de los magazines fundados por El Indio, en los que firmaba sus trabajos con una zeta en vez de la ese al final de su primer apellido, Metinides se aventuró por noches muy distintas a las que se cronicaban en la revista Noctámbulas de Carlos Denegri, una publicación dedicada a los jolgorios de mink y champagne que se celebraban en el Society Club, el Papillon y El Patio. Sus gráficas compartían páginas con las historietas de arrabal que hicieron famoso a Adolfo Mariño Ruiz y con la biografía por entregas de la exótica Su Muy-Key, eran vecinas de los retratos en los que Brenda Conde ronroneaba y mostraba su palmito, y de los anuncios que ofrecían a los caballeros el adecuado tratamiento para sus gonorreas. A lo largo de los años cincuenta El Niño, también colaborador de Nota Roja Al Servicio de la Ley, Prensa Roja y La Prensa, documentó los accidentes y dolores de crecimiento de la ciudad; los sucesos en los que la fatalidad o el infortunio eran los alias tras los que se agazapaban la ignorancia y la miseria; y la vida sin esperanza de las periferias de la que se ocupó la cinta Los Olvidados (1950) de Luis Buñuel. Formado en esas publicaciones donde la "cruda realidad" era la resultado de un potaje periodístico convenientemente aderezado de verdades, prejuicios, denuncias, regaños, humor negro y salpicante amarillismo, El Niño fue un fiel seguidor de los mandatos del género y condujo a sus retratados a las galeras de la fotografía policiaca, esos trasuntos del tribunal y la cárcel donde los detenidos son condenados, de antemano, por el solo delito de su apariencia.

Hacia 1949, también a sugerencia de El Indio, Metinides se convirtió en el primer reportero a cargo de la fuente de la Cruz Roja, que entonces tenía su sede en las calles de Durango y Monterrey, en la colonia Roma, y a partir de 1968 se trasladó a la avenida Ejército Nacional, en la colonia Polanco. A partir de entonces la "benemérita institución" fue su segundo hogar, el puesto del que sólo se apartaba para ir a dormir a su casa y para hacer la entrega de sus materiales en los periódicos. Los llamados que atendían las ambulancias de socorro, de las que se hizo infaltable pasajero, y las salas de emergencia y operaciones hasta donde acompañaba a los lesionados, fueron el principal surtidor de sus historias gráficas. En 1950, con el fin de moverse con mayor soltura, formalizó su pertenencia a la Cruz Roja y, sin dejar de ser periodista, engrosó la filas de los ambulantes. Como socorrista-fotógrafo propició el cambio del color gris que entonces tenían las ambulancias por el blanco que hoy les conocemos; y a él se deben, asimismo, los listados de claves radiofónicas para la identificación de los asuntos y servicios de rescate.

Abordo de la R-11, la clave de la ambulancia en la que se trasladaban los "onces", los reporteros dedicados a cubrir las actividades de la Cruz Roja, a la velocidad a la que ululaban las sirenas para abrir el tráfico, Enrique Metinides llegaba junto con los servicios médicos y no pocas veces antes que los policías al teatro de los hechos. A esa condición de testigo privilegiado, a su compulsiva voluntad de registrar por encima de cualquier impedimento, sin tomar en cuenta escrúpulos morales o adversidades materiales, se deben sus imágenes límite: vivisecciones del dolor, la agonía y la desolación.

De 1948 a 1960 colaboró por gusto y sin remuneración para La Prensa, haciendo reportajes con material que muchas veces procedía de las "colas" sobrantes de los rollos de películas donde actuaban cómicos y rumberas. En 1960, cuando la dirección del periódico es ocupada por Manuel Buendía, conocido suyo desde que era reportero de policía, le comienzan a pagar por imagen publicada, y entre 1963 y 1965 ocupa la posición de suplente. A partir de 1965 y por los siguientes treinta y un años, hasta el día de su liquidación, ocupa la plaza de reportero.

Largas y tupidas fueron sus jornadas de sabueso policiaco. Hubo días cargados con todas las variables de la tragedia y asuntos que se tuvieron que perseguir a lo largo de la semana. Al igual que su alma gemela, Arthur Fellig Weegee, el ubicuo cronista del Nueva York galante y miserable de los años treinta y cuarenta, autor del clásico libro Naked City, Metinides dispuso de un scanner para captar las comunicaciones por radio de la policía y la Cruz Roja, el primer fotoperiodista mexicano que se allegó esa clase de aparato. Ese murmullo radiofónico no cesaba ni a la hora en que el reportero se iba a dormir. Era capaz de reconocer, entre las nubes del sueño, el llamado de los asuntos importantes. Tuvo visiones que anticiparon sucesos y una muda de ropa limpia siempre a la mano sobre una silla de su recámara. A saber a dónde lo llevaría el día y hasta cuándo podría estar de regreso.

Metinides no fue el único fotógrafo que contribuyó a la fama y popularidad de "el periódico que dice lo que otros callan", un medio donde dejaron obra e hicieron escuela grandes reporteros como Miguel Casasola, Agustín El Chino Pérez Escamilla y Faustino Mayo, pero la constancia de sus coberturas, las miles de primeras y últimas planas que ganaron sus imágenes, lo convierten en el mejor representante de un estilo definitorio, por sus virtudes y defectos, de la nota roja mexicana.

El género que Enrique Metinides cultivó y enriqueció en su labor de cinco décadas, en medios más poderosos y con la materia de una ciudad más grande y explosiva, insegura y temerosa, vive desde hace unos años un boom inusitado, estimulado por los desfiguros de la clase gobernante y el exitoso lanzamiento de los reality shows. A causa de la escandalosa descomposición del sistema político que rigió por más de setenta años, la nota roja pasó de las contraportadas y las páginas interiores a dominar las primeras planas. El periodista que supo de la censura oficial durante el Movimiento Estudiantil de 1968, que fue testigo de la encarnizada persecución que las autoridades hicieron de la Liga 23 de Septiembre y que conoció el imperio que instauró Arturo El Negro Durazo a las faldas de su palacio de Tlalpan, ya estuvo lejos del carnaval que organizaron La Paca y sus osamentas danzarinas.

Mientras revisa los negativos de su archivo, ordena sus aventuras y recuerdos, repasa sus dedos fracturados y sus costillas rotas, El Niño de 66 años se precia de todo lo visto y vivido, de haber sido parte de una época en que, según él, los policías investigaban y hacían el gasto, los periodistas no se contentaban con los boletines oficiales e indagaban por su cuenta y riesgo, y el papel de los criminales no era tan fácilmente usurpable por el E sus perseguidores. Lamenta, eso sí, no haber podido retratar un choque de submarinos y una colisión entre naves espaciales.

Decano del fotoperiodismo policiaco mexicano, maestro de la oportunidad y las artes narrativas, autor de secuencias que son novelas, dueño celoso de imágenes tan punzantes como el filo de un cuchillo, en 1982 Metinides recibió el honor de que la sala de prensa de la Cruz Roja llevara su nombre y ha ganado, entre otros premios, el Espejo de LUZ, que le fue otorgado por la II Bienal de Fotoperiodismo en 1996. 

A esta amada ciudad pertenecen, de esta maldita ciudad proceden, por más que las apartemos de la vista, las imágenes que integran el catálogo de siniestros de Enrique El Niño Metinides, del que este libro es sólo una muestra. De los materiales que las constituyen también están hechos nuestros peores sueños. Nadie, que se sepa, ha escapado a este mórbidoy catártico teatro de los hechos. Estas fotos nos persiguen porque nosotros somos sus cómplices, los urgidos mirones, los hipócritas curiosos.

*Publicado en el libro El teatro de los hechos de Enrique Metinides, coordinado por Fabrizio León (Ortega y Ortiz editores, 2000). 

 

Lee: Fallece Enrique Metinides, leyenda de la fotografía de nota roja


Edición: Estefanía Cardeña


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