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''¿Tienen sed? Pues beban champagne''

La escasez de agua abandonó guiones de ciencia ficción para ocupar los titulares de prensa
Foto: Efe

Hormigas en la boca. Un desierto en la lengua. Manos cuarteadas, surcadas por lechos de venas secas. Ojos que ya no lloran. Escalofríos que arden. Sudar sal, sólo sal. Agua somos, pero polvo seremos. La escasez de agua, incluso para consumo humano, abandonó los guiones de la ciencia ficción para ocupar los titulares de la prensa. En estos momentos, es el agua el más preciado elemento en varias zonas de un país con sed.

Incluso en Yucatán, donde en años anteriores el esquizofrénico clima convirtió calles en ríos, desniveles en aguadas, hoy la tierra jadea; en una medida sin antecedentes, varios supermercados han comenzado a racionar la compra de botellas de agua: únicamente dos paquetes por cliente. La realidad nos ha dado un golpe seco a la mandíbula, aunque la amenaza se remonta años, con el súbito silencio de las ranas tras la lluvia.

Las causas del desabasto son muchas y variadas; incluso la incapacidad de los gobernantes de las zonas con sed, como ese tal Samuel, Mad Sam, tan inmerso en sus fantasías que a pocos asombraría que regara su despropósito con un desplante tipo María Antonieta: ¿El pueblo tiene sed? Pues que tomen champagne. En Nuevo León, unos pocos privilegiados observan la sequía jugando golf en húmedos, verdes campos. 

Toda actividad humana implica uso de agua; incluso leer estas lánguidas líneas: tus ojos requieren parpadear decenas de veces por minuto para no secarse, y codificar así, en una íntima humedad, el diálogo silencioso que mantenemos. En la elaboración del áspero papel en el que se tatuaron estas palabras, en la de la tinta misma, se usan cientos de litros de líquido, que en este caso sacian nuestra sed de noticias; también bebemos de la a veces dulce, a veces amarga fuente de las palabras.

La paradoja de estos tiempos: anhelamos el desperdicio de agua para leer en titulares que el agua se desperdicia: la contradictoria aridez de los tiempos líquidos, bautizados así por Zygmunt Bauman. 

La vida comenzó en el agua; nuestra vida, específicamente. En el tibio líquido de un vientre fuimos concebidos y gestados; y de ahí los besos que damos y las lágrimas que derramamos; el sudor con el que conseguimos el pan y los gritos y los susurros, todos lubricados por el agua, tan indispensable como el aire que respiramos. La actual contingencia nos recuerda que no somos los reyes de la naturaleza, sino únicamente parte de ella: la sequía alcanzó ese campo de egoísmo al que llamamos cuerpo.

Según Peter Stark en Último aliento. Historias acerca del límite de la resistencia humana, un hombre que pesa 70 kilos contiene algo más de 40 litros de agua. Si se limita a permanecer sentado y respirar, pierde alrededor de 1.5 litros de agua diarios mediante el sudor, la respiración y la orina. Pero si hace un esfuerzo, esa tasa de pérdida puede dispararse hasta el litro y medio por hora.

En situaciones extenuantes, por ejemplo, caminar bajo un sol abrasador, se puede llegar a sudar de 10 a 12 litros de agua en un día. La víctima de deshidratación comienza a sufrir dolores de cabeza y aletargamiento después de perder sólo de 3 a 5 litros de agua. Después de 6 ó 7 litros de pérdida no restaurada empieza a ser probable que se produzca un deterioro mental: es entonces cuando los excursionistas deshidratados abandonan el camino y se internan a la maleza, o los perdidos en los desiertos fantasean con oasis.

Cuando la pérdida supera los 10 litros, la víctima, suponiendo que pesa 70 kilos, entra en shock y muere. Durante la Segunda Guerra Mundial, científicos estudiaron cuánto tiempo podían caminar los soldados en el desierto sin beber agua. Concluyeron que podían recorrer 72 kilómetros a 28 grados, 24 a 38 grados, y sólo 11 a 49 grados. Hay días que podrías morir sólo por caminar de la Plaza Grande de Mérida al Coliseo, en la carretera a Progreso.

No hemos dimensionado el peligro que supone el antecedente de falta de agua para consumo humano en ciudades como Monterrey, que anuncia un nuevo, problemático panorama, más grave y complicado incluso que la irrupción de nuevas enfermedades, como el coronavirus: no hay vacuna contra la sed: simplemente, fallecemos. Y no basta ya con esperar la próxima lluvia, rezarle a los dioses o bombardear las nubes.

Sin un compromiso —individual y colectivo— la futura generación peligra; nos exponemos a la extinción. Desapareceremos en una lenta agonía, añorando el olor a tierra mojada, el petricor. Será literalidad nuestros sueños húmedos al fantasear con el éxtasis de saciar una ancestral sed. Los habitantes de Monterrey nunca se imaginaron que llegarían a esta situación, como aún no nos lo imaginamos nosotros. Aún tenemos agua para poner nuestras barbas a remojar.


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Edición: Laura Espejo


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