José Luis Chávez
Los británicos dicen de ellos mismos, a la menor provocación, que nunca están conformes con nada. Tal vez por eso la charla habitual acerca del clima es el mejor remedio para acabar una charla indeseada y que cada uno regrese a sus monsergas.
Habituados a ver al continente por abajo del hombro, canícula tras canícula, el calor extremo únicamente es noticia local si hay incendios, asfalto derretido, uno que otro ahogado por imprudente, e impotencia ante algo que se desconoce y solo es de presumir si trae tras de sí el sello malagueño de la Aduana en el pasaporte. Es la única forma en que le sonríen: gafas oscuras y sangría en la mano.
Ahora que está aquí, y no deja dormir, se le cataloga como un sinsentido que emperra el humor, un desconocido inoportuno y mal educado. Este inusual golpe de calor doméstico, los ha paralizado, y anonadados no saben cómo encarar las burlas de los neoyorquinos de vacaciones en Londres que se ríen de ellos y sus gestos pasmados y sus miradas perdidas.
El continente está en llamas desde Portugal hasta Grecia. España en emergencia nacional, todos combaten los fuegos y lloran sus perdidas. Los británicos tendrán que aprender a vivir con indeseado que no ha entrado por la chimenea pero por la ventana, un colado exótico con el que no saben tratar. El sol y su calor se irán, y la piel británica, cómo la cera, permanecerá desconfiada a quién ella no haya invitado a tomar el té: Mad dogs an Englishmen go out in the midday sun, pero no en su casa.
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