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Panamá ha vivido más de tres semanas de protestas ininterrumpidas contra la carestía, la corrupción y el despilfarro de recursos públicos. Pese a que las cifras oficiales ubican la inflación en 4.2 por ciento, este número disfraza mal realidades como el incremento de casi la mitad en el precio de la gasolina durante lo que va del año, factor que ya impactó de manera sensible en el costo de los alimentos y otros productos. La poca sensibilidad del gobierno de Laurentino Cortizo ante las demandas de la población ha profundizado el descontento y ni siquiera el anuncio de que el precio del combustible (que llegó a rozar seis dólares el galón) bajará a 3.95 dólares logró apaciguar los ánimos sociales y desactivar las manifestaciones, cuyo principal método han sido los cortes viales.

 

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Más allá de la mala gestión del actual gobierno, debe reconocerse que los problemas de Panamá son estructurales: al ser una de las economías más abiertas, el país se encuentra expuesto como pocos a los vaivenes globales y cuenta con pocas herramientas para modular el efecto de disrupciones como el alza generalizada de precios derivada de los efectos económicos de la pandemia de Covid-19 y, posteriormente, por el conflicto en Ucrania.

Debe recordarse que la nación centroamericana es lo que se ha denominado una “plataforma trasnacional de servicios”, es decir, que su economía se encuentra volcada a proveer servicios a los grandes conglomerados mundiales que buscan mover capitales y mercancías por el planeta. Estas actividades suponen 42 por ciento de su producto interno bruto, a lo que debe sumarse 20 por ciento del sector de la construcción, claramente orientado a, y dependiente de, esta misma matriz trasnacional. También es dicha lógica la que hizo de Panamá un territorio idóneo para actividades paralegales o francamente ilegales, como la evasión fiscal y el denominado blanqueo de capitales, mismos que quedaron expuestos en la trama múltiple de corrupción y lavado de dinero conocida como Panama Papers. En ausencia de un sólido sector nacional propiamente dicho, es inevitable que la economía panameña quede expuesta a los efectos más devastadores de las turbulencias financieras y de producción por la que atraviesa el mundo.

Por otra parte, el hecho de que la masiva y continua llegada a Panamá de capitales foráneos coexista con la tercera mayor desigualdad en América Latina (detrás de Brasil y Honduras) y con una tasa de informalidad de 53 por ciento (antes de la pandemia ya era de 45 por ciento) deja al descubierto la falacia de que la inversión (sobre todo extranjera) sea una especie de llave mágica para detonar círculos virtuosos de integración y desarrollo. Por otro lado, debe señalarse que el país ha mostrado uno de los ritmos de crecimiento más notables y sostenidos en la región, pero ello no se ha traducido en ninguna reducción significativa de la desigualdad, según el Banco Interamericano de Desarrollo, mientras en otros países un punto porcentual de aumento del PIB permite reducir en un de por sí exiguo 0.28 por ciento el índice de Gini (indicador que mide la desigualdad), en la nación canalera lo reduce en apenas 0.05 por ciento. Es muy importante recalcar este dato, puesto que desmonta de manera irrebatible uno de los mitos favoritos del credo neoliberal: que la vía principal, si no única, para combatir la desigualdad es “aumentar el tamaño del pastel”. Con el caso panameño queda claro que, en ausencia de políticas redistributivas y de regulaciones estrictas al sector privado, ningún crecimiento redunda en bienestar para las mayorías, puesto que sus bondades son capturadas por oligarquías locales y globales y sirven sólo para reforzar las asimetrías y el dominio de las élites.

En lo inmediato, cabe esperar que las autoridades panameñas escuchen el clamor de sus ciudadanos y tomen medidas para atenuar el malestar generado por el encarecimiento de la vida y la errática conducción gubernamental, siempre en el entendido de que cualquier concesión será un mero paliativo mientras no se aborde el problema de fondo, que es un neoliberalismo radical que confía ciegamente en el “mercado”.

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Edición: Emilio Gómez


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