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La credencial de Dorian Grey

Sabía que el simple hecho de pertenecer al partido era un acto revolucionario
Foto: Fernando Eloy

De pocas cosas estaba orgulloso, y una de ellas era la de pertenecer al partido. Para él, la credencial de fundador del movimiento era su más preciada posesión. Ese documento no sólo lo identificaba, sino que lo definía, por dentro y por fuera. Había salido feo en la foto —qué se le podía hacer; la militancia no hace milagros— dientón, despeinado, con los ojos abiertos de manera antinatural, como si acabara de recibir una imprevista descarga eléctrica. Y, sin embargo, su sonrisa era radiante, de esas que contagian, de esas que te están haciendo sonreír a ti igual, en este instante. 

Sabía que el simple hecho de pertenecer al partido era un acto revolucionario —ir en contra eleva el alma—. Él, como muchísimos otros, no estaba conforme con la política —y con los políticos—. Pero a diferencia de esa mayoría, él se atrevió a dar el primer paso y decir basta. Y lo hizo afiliándose a otro grupo de románticos que, a punta de ilusiones, preparaba su asalto al poder. Un poder, por cierto, tan lejano como la utopía, que ni siquiera se divisaba en el horizonte de los días despejados. En la época en la que le tomaron esa foto nunca se imaginó que ese sueño se iba a hacer realidad.

En ese génesis, llevar esa credencial incluso era peligroso. Varias veces lo detuvieron y, al revisar sus pertenencias y encontrar el carnet de afiliación, los interrogatorios se tornaban violentos: océano de sospechas, eternidad de prejuicios. Mientras que para él esa credencial era un boleto abierto a un mejor futuro posible, para otros era la identificación de un enemigo, una diana. Aun así, nunca salió de su casa sin esa credencial, y presumía cada cicatriz de ese constante asedio como una condecoración; se forjó en la fragua de una clandestinidad de facto, en un gueto de soñadores, una corte de milagros.

Lumpen por creer en la posibilidad de otro país, más justo, con más oportunidades; en el que cualquiera pueda alcanzar sus objetivos, sin la necesidad de pisotear a nadie; en donde no te defina ni el color de tu piel, ni tus preferencias sexuales, ni el lugar en el que naciste. Un país liberado de esa mafia del poder, tan bien definida e identificada; un país en el que los pobres fueran prioridad —por el bien de todos, primero los pobres. Toda esa rabia, toda esa esperanza, estaba materializada en ese pedazo de plástico, en esa credencial de partido: era su salvoconducto para seguir su marcha en ese presente tan hostil y peligroso como el serengueti. Era un pasaporte a un porvenir próspero para todos. 

Sin embargo, todo cambió. Y, de repente, esa credencial dejó de ser sentencia de muerte, diagnóstico de exilio, y se convirtió en título, casi nobiliario; una ironía para un partido que se definía de izquierda. La veleidosa realidad y la habilidad política del fundador del movimiento hicieron posible lo imposible, y el partido irrumpió en el poder. Fue un huracán, un terremoto, un ataque catatónico que sacudió las tripas políticas y sociales del país. Al fin tenían la oportunidad de hacer los cambios que ellos creían necesarios y justos para el país. Al fin tenían en sus manos el presente y el futuro de los mexicanos.

El trabajo era titánico; no podían hacerlo solos, y a esos fundadores se les fueron añadiendo otros, y otros, y otros. Incluso antiguos rivales políticos, aquellos que representaban el país que querían reconstruir desde las ruinas; lobos disfrazados de ovejas. En esa arribazón de oportunistas, recordó una anécdota de un joven soldado portugués, a quien en la guerra de Angola le hacían amarrar muertos a vivos, para así ahorrar balas y sembrar pesadillas: la putrefacción no reconocía entre el cadáver y el otro, que moría en tétrica ósmosis. En noches de insomnio, se cuestionaba la presencia de esos mercenarios, los cuales hacían más mal que bien, pero sólo eran delirios de duermevela, fiebres que anteceden al sueño. 

El primer cambio, sutil, fue el pragmatismo: el fin justifica los medios, y sin darse cuenta él y sus compañeros originales comenzaron a hacer cosas que antes les repugnaban. Intentaban domesticar su conciencia repitiendo el mantra no somos iguales, cuando en realidad, en muchos aspectos, eran incluso peores. Uno de sus compañeros renunció, tildándolo a él y a los demás de fariseos, de dejarse cegar por el poder que prometieron combatir y cambiar. Él y los otros aludidos esquivaron las críticas y tildaron al tránsfuga de traidor. 

Los otros cambios fueron más dramáticos, tanto que no los pudo ignorar: no sólo implicaban conductas o actos que nunca se imaginó que haría sino también transformaciones físicas, que sin llegar a extremos de la imaginación de Kafka eran imposibles de disimular. Él, en lo particular, no amaneció convertido en un insecto, pero había mañanas en los que se sentía uno. Como la mañana de este domingo, cuando tuvo a su cargo la compra de votos y el acarreo de las elecciones internas del partido. 

En ese aquelarre para mantener el control, no le importó escarbar en la pobreza para que, a cambio de un mísero pago, hombres y mujeres votaran por títeres en manoseadas listas. Cien, doscientos, quinientos pesos por sólo poner una tacha en el nombre que yo te indique, repitió ese día hasta la ronquera, abanicando rostros con billetes, haciendo brillar acuosos ojos. Se convirtió, en esa jornada, en mercader de almas, en traficante de consciencias: proxeneta de fraudes. Al final del día, en una epifanía, se dio cuenta de que ni él ni sus compañeros habían cambiado al país, sino que habían perdido la oportunidad de hacerlo en el futuro. 

Se puso de pie y sacó de su billetera, aún rebosante de billetes, su credencial de fundador del movimiento, y le dio miedo lo que vio: un hombre dientón, despeinado, con los ojos abiertos de manera antinatural, como si acabara de recibir una imprevista descarga eléctrica, con una sonrisa cínica, esas que dan escalofríos cuando la ves. No sólo no se reconoció en ella, sino que le dio asco, se dio asco. Desde el inicio de esa metamorfosis evitó los espejos, con el miedo de ver en el reflejo la misma imagen que se veía en su credencial. Fue hasta el día siguiente, al despertar, cuando se atrevió; se paró frente al espejo del baño y alzó la mirada, y confirmó sus temores: se había convertido en la mafia del poder

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Lea, del mismo autor: Mujeres de terror


Edición: Estefanía Cardeña


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