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Signos del pasado

Libros de memorias brindan un valioso servicio al desarrollo del conocimiento histórico
Foto: Betancourt Memorias

Además de arrojar luz sobre la personalidad de sus autores, los libros de memorias brindan un valioso servicio al desarrollo del conocimiento histórico. Sus relatos de primera mano y la riqueza de sus detalles constituyen elementos de interés discernibles en su lectura crítica. Dos títulos de este cariz dan cuenta de acontecimientos sociales que definieron la vida pública de Yucatán en el siglo XX: Sombras de palabras. Memorias y antimemorias (1987), de Leopoldo Peniche Vallado, y Memorias de un combatiente social (1991), de Antonio Betancourt Pérez.

El primero de estos autores (1908-2000), con raíces familiares en la villa de Espita, forjó su mentalidad liberal en las aulas del Instituto Literario del Estado, y destacó como dramaturgo y ensayista. El segundo (1907-1997) fue hijo de un patriota cubano que emigró a la península; desde su juventud demostró inquietudes políticas, se definió como marxista y escribió letras de canciones para compositores yucatecos. Ambos ocuparon cargos públicos y orientaron sus afanes en el campo del periodismo, vinculándose con el Diario del Sureste en lapsos importantes de su vida. Cultivaron una amistad que no estuvo desprovista de roces y polémicas. Cada uno de ellos motivó alusiones en las memorias del otro.

Peniche Vallado laboró en el Diario del Sureste desde su fundación, cuando el ingeniero Joaquín Ancona Albertos, su primer director, lo invitó a unirse a esta iniciativa editorial. En su libro guarda honrosos recuerdos de él porque fue discípulo suyo en los salones del antiguo plantel en que realizó sus estudios, habiéndolo conocido como catedrático de Matemáticas. En Sombra de palabras aborda de manera sucinta el papel de Ancona Albertos en la orientación moderna y progresista que imprimió a los estudios superiores al desempeñarse como rector de la Universidad de Yucatán, cuando ésta aún no añadía a su nombre la referencia formal a la autonomía.

Señala también los sucesos que dieron término forzoso a su gestión: “La intriga y la calumnia, enemigos naturales de toda labor como la suya, que por su densidad y dimensiones estaba llamada a destruir moldes caducos y embestir rancios intereses enseñoreados en el ambiente por el solo mérito de su invalidez moral, hicieron presa pronta de la persona limpia y señera del maestro Ancona Albertos […] Y victimado por tan siniestros enemigos, se exilió voluntariamente de su patria chica, llevando a otras regiones de México los beneficios de su fecunda actividad”.

Varios ex alumnos de la Facultad de Antropología conocieron a Betancourt Pérez a fines de los ochenta cuando entraba a la biblioteca a repartir ejemplares de su Carta Peninsular Confidencial, publicación periódica que redactaba y editaba. En su libro de recuerdos, el marxista yucateco juzgó las deficiencias pedagógicas de la enseñanza que impartía el Instituto Literario, y califica al ingeniero Ancona Albertos como el mejor de los docentes de ese centro educativo. Aunque no lo registra en sus memorias, don Antonio fue integrante de la comisión organizadora de la Sociedad de Librepensadores, en la que coincidieron maestros y estudiantes del Instituto. Su primera asamblea se realizó el 29 de abril de 1931, a la que concurrieron muchas personas, entre ellas el doctor Eduardo Urzaiz Rodríguez, el ingeniero Ancona y Manuel López Amábilis. Esta agrupación efectuó recorridos en diferentes puntos del estado para hacer propaganda de sus ideas.

En cuanto a los estudiantes que pasaron a formar parte del grupo inicial de empleados y colaboradores del Diario del Sureste, afirma tajante: “Lo malo de aquel equipo, más o menos modificado después, al que la gente calificó de pistoleros intelectuales del gobernador García Correa, fue que se institucionalizó. Más tarde sirvió, indiscriminadamente, a los gobernadores que tuvo Yucatán, aun aquellos cuya actuación fue francamente contrarrevolucionaria y deshonesta”. Cabe recordar también que Betancourt Pérez fungió como director de ese periódico durante los años setenta.

Una neblina espesa y sofocante se apodera de la atmósfera cuando se pierde de vista que los procesos gestados desde muy lejos prolongan sus efectos en tendencias y concepciones que hoy se juzgan frutos espontáneos del día o piezas marchitas que inspiran indiferencia; aun si mudan los contenidos ideológicos y las percepciones dominantes del orden social, no pierden interés los dichos y las acciones de sujetos que esbozan aproximaciones a la historia como disciplina volcada en proponer marcos interpretativos; con ellos, el criterio gana terreno planteándose el reto de reconfigurar los signos plasmados en la experiencia que acumulan los cambios generacionales.

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Lea, del mismo autor: Un día de junio


Edición: Estefanía Cardeña


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