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El aire tiene la electricidad de los instantes que preceden a la tormenta

Tiembla de frío y de miedo; titirita de soledad
Foto: Pablo A. Cicero

Y él está solo, asustado; intenta volar, como sus padres; salir, por primera vez, del nido, el único lugar que hasta ahora conoce. Presiente la lluvia, que ruge ya a lo lejos; la escucha y la siente, en total desamparo. Canta con una de sus cuatrocientas voces pero nadie lo escucha, nadie viene a socorrerlo. Ni su padre. Ni su madre. 

Salta. Se arroja al vacío, y por un instante logra volar, o eso cree: en realidad, cabalga una marea invisible, una corriente de aire que primero lo levanta y después lo arroja, con violencia. Cae al suelo, que nunca antes ha pisado, y lo perturba esa fría solidez, esa inmensidad inmóvil. Grazna con lástima, pidiendo auxilio, hasta que la estridencia de la tormenta lo calla.

El tronante trueno precede al rápido relámpago, erizándolo todo; el pajarito pierde en ese diluvio sus primeras plumas, y queda desnudo, como al eclosionar; el instante le arrebata el futuro y lo repliega al pasado. Tiembla de frío y de miedo; titirita de soledad. La tormenta dura una eternidad, su desamparo es inmenso; lo superlativo se adueña de ese ser minúsculo.

Al final, la batalla la gana el sol, como ha sucedido desde el inicio de los tiempos, hasta ahora. Los primeros rayos que desinflan las exhaustas nubes le sirven para secarse; se convierten en luminoso trapo, que abraza y da calor; el sol lo arropa, lo abraza. Mira arriba, y ve su nido: imposible regresar ahí. Da brinquitos en los charcos, aletea sus alas pelonas, pía. Aterrizó en un páramo, entre bestias que en lugar de patas tienen esferas negras, negros ojos que trituran todo a su paso. 

Permanece inmóvil, en esa lucha primigenia entre dejarse llevar o ir contracorriente. El pajarito opta por lo último, y apuesta sus últimas energías a seguir con vida. Y lo logra, con ayuda. Unas manos en cuenco se transforman en nido portátil, y él, sin pensarlo dos veces, acepta la invitación y brinca hacia ellas, que con movimientos vertiginosos lo llevan a otro sitio, más seco, menos brillante. Del nido hecho con dedos pasa a una caja de cartón, con retazos de tela. 

Pasa ahí su primera noche desde que el aire tuvo la electricidad de los instantes que preceden a la tormenta. Cuando el canto de los otros pájaros —no sus padres— lo despiertan, sale de la caja y comienza a conquistar la casa, baldosa a baldosa. Ve a la niña quien le había ofrecido un hogar en sus manos, y abre el pico. Ella, primero, piensa que era un gesto defensivo, una ilusa amenaza, pero después comprende que el animalito tiene hambre.

Mientras la niña y su hermana buscan qué darle de comer, afuera, dos cenzontles, un macho y una hembra, vuelan furibundos en busca del polluelo. Trinan su nombre, van y vienen del nido abandonado; van y vienen frenéticamente, como humanos que han perdido a un hijo en el centro comercial. Las niñas se dan cuenta, y colocan la caja afuera de la casa, con el polluelo adentro, para que los histéricos padres lo puedan ver.

Durante una semana, en los días, las niñas sacan la caja con el pajarito, y a esta va la madre, una y otra vez, para alimentarlo. El padre vigila que no se acerque ningún depredador, en este caso, otras aves, como xkaus; un par de gatos, uno obeso, el otro lánguido; una perrita coja. En las tardes, el vigía se acerca a la caja para que su cría lo vea haciendo movimientos con las alas: Aeronáutica 1.0. La entrega de ambos pájaros es total, su único objetivo es cuidar del más pequeño.

En las noches, la caja vuelve a la casa; el pajarito sale de ella y brinca detrás de las niñas que lo han salvado. Las acompaña a cenar, insaciable, probando todo lo que ellas le dan para después dejar un caminito de cagadas. Hace con ellas la tarea, ve con ellas televisión. Cuando ya esta cansado, él solo regresa al nido de cartón y se duerme.

En las mañanas, están sus padres afuera esperando a su hijo; en guardia. Siempre: no faltan día alguno, no se retrasan un minuto. Lo siguen alimentando y enseñándole a volar. Un día, entre ambos persiguen, en modo combate aéreo, a un reluciente pich que merodea por ahí como sin nada. Esa ave negra dobla en tamaño a los cenzontles, que sin embargo la persiguen con una furia asesina, que en realidad era celo paternal. Se escucha, a lo lejos, La cabalgata de las valquirias.

El sol ya se está ocultando cuando las niñas van a recoger la caja, y se dan cuenta que ésta está vacía. Un sentimiento les araña el alma, a ambas, hasta que ven a la madre —para ellas ya era fácil identificar a los tres de la familia—, quien sólo las ve, como dándole las gracias por haber salvado al pajarito y por la hospitalidad. De vez en cuando, las niñas salen al patio y ven al cielo, esperando reconocer a su huésped. Dicen que el pajarito —ya del tamaño de su padre, pero más bonito— vuela y, al verlas, canta. 

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Lee, de este mismo autor: La credencial de Dorian Grey

 

Edición: Ana Ordaz


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