En otro siglo, los mineros cosechaban en las entrañas de la tierra acompañados por un canario. Este animalito no sólo les recordaba que fuera de las serpenteantes subterráneas salas había color y belleza: servía para detectar monóxido de carbono. Ese amuleto amarillo trinaba antes de que los hombres desfallecieran, en esa muerte sigilosa que causa la ausencia de aire.
En otro y en este siglo, hombres escarban en escape frustrado, arrancando trozos negros, ahí donde reina la oscuridad total, parecida a la que precede a la muerte; orfandad de color, viudez de brillo. Incluso la noche más oscura resplandece en esas minas. Ahí arden los ojos, inútiles por la ceguera de la profundidad. Resulta irónico que del carbón extraído nazca la luz.
Ahí yacen 10 hombres, engullidos por una tierra altanera que se cobra venganza. Sesenta metros arriba, mujeres rezan y lloran, suplican un milagro. Merodeándolas, una jauría carroñera, que caza ya sea votos o historias macabras; un tétrico festín de dolor ajeno. En contraste, también campa la esperanza, que como siempre es la última en marcharse.
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La tragedia del derrumbe de la mina de Coahuila coincide con el estreno de la película 13 vidas, en la que se recrean los esfuerzos para salvar a unos niños de Tailandia engullidos en una caverna inundada por un monzón a destiempo. Esa oscura noche duró diecisiete días, un poco más del tiempo que ha transcurrido sin noticias de los mineros mexicanos. La historia narrada en la cinta nos ayuda a imaginar lo que está pasando debajo de nuestros pies.
La tierra atrapó a los niños tailandeses en unas cavernas, un laberinto natural en el que el agua fluyó, arrinconando a sus visitantes; los mexicanos están presos en un pozo artificial, inundado por un río agónico que, pareciera, resucitó sólo para matar. En ambos casos, es el hombre contra la naturaleza; nosotros contra el tiempo, aferrados a lo imposible.
Los huéspedes de esa penumbra quizás se tocan los rostros para reconocerse, ya que hablar es escalar el Everest; el aire se agota: suspirar es un despilfarro. Las manos se convierten en ojos y en lengua: un apretón significa aquí estoy, aguanta; otro, no me dejes solo. Una hora parece una semana, una semana, tres minutos: el tiempo transcurre con los latidos del miedo. El hambre y la sed provocan visiones, versiones de otra realidad.
Con las uñas rotas uno de ellos escribió el nombre de su hijo en una de las paredes de su celda; rasguños a los que se aferra para vivir. Otro no ha dejado de rezar: teje letanías como quien sube escalones de dos en dos; aun así, siente que con cada amén baja aún más. El derrumbe atrapó a dos que antes de entrar en la mina no se conocían; ahora, uno de ellos llora sus últimas lágrimas para humedecer los labios del otro.
Náufragos en una tormenta de minerales, en un abrazo de placas tectónicas que arrebata el aliento. No escuchan los hurras con los que arriba se celebra cada centímetro que cede el destino, ni las maldiciones que se escupen cuando un nuevo derrumbe derriba la fe. No sienten el taladrar de los barrenos con los que hieren la tierra, ni el ronroneo de las máquinas que intentan cambiar el curso del agua.
En ocasiones, en este silencio de abismo, piensan que ya los dieron por muertos porque incluso ellos a veces dudan si siguen vivos. Sin embargo, el aleteo de un imaginario pajarito amarillo espanta esa tristeza y la esperanza irrumpe de nuevo. Y pueden ver, y pueden hablar y escuchar, y pueden, incluso, reír. En ese vientre húmedo y oscuro, en esa tormenta seca, hay aún una luz que no se ha apagado.
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