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La telepatía de las esferas

La lírica del ajedrez nos recuerda que no bastan síquicos para ganar partidas
Foto: Ap

Basta de la explotación del hombre por el hombre, clamaba el jefe de cierre, con la música de fondo de las prensas arrancando. Entonces, sólo entonces, sabíamos que la jornada acababa de llegar a su fin, y que era momento de irnos a casa; la atmósfera olía a tinta, y en ocasiones, a alcohol; éramos los únicos despiertos a esa hora de la madrugada, y recién terminábamos de ponerle el punto final al periódico: acabábamos de concluir el efímero capítulo de la historia de un día. 

Ese jefe de cierre fue uno de mis maestros de periodismo, y aún recuerdo varias de sus lecciones, como la que un pie de fotografía puede tener el mismo poder que un reportaje de largo aliento. Sin embargo, esa mínima pieza —como todas las demás— había que escribirla para que la entendiera incluso el marciano que acababa de amarizar en esa redacción, a veces valle de lágrimas. 

Aun así, el jefe no predicaba con el ejemplo: era un erudito en muchísimos campos, entre ellos el ajedrez, y nada le excitaba más —en la acepción sexual del término— que escribir crónicas de partidas de esa disciplina. A mí, en lo particular, me encantaba leer sus trabajos, pletóricos de adjetivos y verbos que marcaban una intensidad que sólo palpitaba en sus dedos. Escribía sobre cruentos encuentros, de violencia inaudita; más que un tablero, describía campos de batallas, regados de cadáveres de alfiles y caballos.

Las crónicas de ajedrez de ese periodista noctámbulo eran más emocionantes que las de los doce raunds de una pelea de box de pesos pesados, que las de un maracanazo; derramaban más adrenalina que la narración de una final de serie de béisbol con tres auts y bases llenas. Años después, me di cuenta que no exageraba. Otro de mis maestros me recomendó la lectura de Bobby Fischer se fue a la guerra, más por cuestiones de estrategia política que de deporte. 

Este libro, escrito por David Edmonds y John Eidinow, narra el encuentro entre el ajedrecista estadunidense Fischer y el soviético Borís Spasski, en el marco de una guerra fría que se libraba en diversos frentes, entre ellos, el de los tableros de sesenta y cuatro casillas. El choque de estos dos genios, en la inhóspita tundra de Finlandia, fue quizás tan intenso como la crisis de los misiles de Cuba, por lo menos para los iniciados en la geopolítica y en el deporte ciencia; no se jugaba una simple partida de blancas contra negras. 

Como revelan los autores, cuando Spasski comenzó a perder, el KGB también decidió intervenir en su ayuda... Durante el verano de 1972, en Helsinki, la lucha de estos dos hombres sobre un tablero de ajedrez por el Campeonato del Mundo simbolizó la lucha de dos sistemas irreconciliables por la hegemonía mundial. La final, que centró la atención del mundo entero, es considerada “el duelo del siglo”, y es sin duda la más famosa de la historia. 

La inteligencia fue la protagonista de este encuentro, aunque también hubo otros factores. En ese encuentro, el KGB recurrió a estratagemas para debilitar a Fischer, enviando a una legión de telépatas, unos para bombardear las neuronas de estadunidense, otros para inspirar las del soviético. En momentos en los que la tensión se podía cortar con un cuchillo, un tercio de la audiencia de la partida estaba conformada por espías nigromantes; la primera guerra parapsicológica mundial. 

Fue al leer esa surrealista anécdota cuando comprendí los desvelos que el ajedrez ocasionaba en el trasnochado jefe de cierre: no sólo se trataba de ajedrez, sino de los entretelones de la vida. Después lo confirmaría al entrevistar a grandes maestros, entre ellos al yucateco Chacho Ibarra, quienes, al escarbar, encontrabas el brillo de mente galácticas, ajenas a este mundo, pero a la vez frágiles como las copas de vino con la que regaban esas neuronas musculosas.

La inteligencia de Fischer no se puede comprender; no es terrícola. El genio se escondió en disfraz de vagabundo en Islandia, donde falleció a los 64 años, entre una sinfonía de auroras boreales y delirios de persecución. La lírica del ajedrez, que es celestial y, a la vez, de fango, nos recuerda constantemente que no sólo bastan psíquicos y telépatas para ganar partidas. Del cerebro al culo: esta semana estalló otro escándalo en esta galaxia, cuando se cernieron sospechas de otro tipo de trampas en un campeonato mundial.

Según digiere uno de los máximos evangelistas del ajedrez, Leontxo García, el actual campeón del mundo, el noruego Magnus Carlsen, insinuó con escándalos que el estadunidense Hans Niemann, de 19 años, jugó sucio para ganarle. Aunque no ha dicho cómo, sectas ajedrecísticas han insinuado que Niemann utilizó unas bolas anales que le enviaban mensajes en plena partida. Con estos antecedentes, ahora disfruto aún más las crónicas que se escriben de los encuentros de ajedrez, que implican cerebro y vísceras más que cualquier otro deporte. 

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Lea, del mismo autor: Los terremotos de mi memoria


Edición: Estefanía Cardeña


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