Quizá recuerden haber leído la sombría novela de anticipación (hoy la llamaríamos distopía) que escribió George Orwell a fines de los años cuarenta del siglo XX. Orwell, que luchó en las trincheras españolas junto a anarquistas y comunistas, se fue desencantando del socialismo de entonces, a la luz del trato al que la policía soviética sometía a quienes no se plegaban sin chistar a las posturas del régimen de Stalin. Vio cómo desaparecían a mi abuelo, José Robles, amigo suyo y de John Dos Passos, y militante de izquierda de toda la vida; y fue testigo del trato que recibían los intelectuales libertarios en la Unión Soviética. Sus novelas se fueron tiñendo de una crítica resentida y descorazonada del régimen soviético, y nos dejaron algunos cuadros que ilustran de cuerpo entero las consignas y tácticas del totalitarismo, como aquel “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”, de la Granja de los Animales; o como la “neolengua”, de la novela que hoy traigo a cuento.
La neolengua, dictada desde el poder, indica que solamente se puede pensar lo que se dice; y sólo se puede decir lo que aprueba o emite el partido (el régimen). Así la sociedad Orwelliana vive bajo consignas como “la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud”, o “la ignorancia es fuerza”. Me duele decirlo, pero cada vez encuentro más semejanzas entre la neolengua de la distopía Orwelliana, y el lenguaje de las mañaneras, y de quienes han abandonado la capacidad crítica para abrazar un proyecto de transformación cada vez más inasible, contradictorio y desordenado.
Así, se espera que nos quede claro que el hecho de que las fuerzas armadas se hagan cargo de la seguridad pública, los aeropuertos, puertos, obras públicas diversas, no es un proceso de militarización. Es otra cosa. Orwell diría, en neolengua: el dominio militar es la no militarización.
Este manejo del lenguaje desde el poder, permite convertir falsedades en verdades mediante la repetición machacona, de modo que un tren, que se presentó como un motor del desarrollo turístico y comercial para el sureste del país, se convirtió muy pronto en un asunto de seguridad nacional; criticarlo es prácticamente una traición a la patria, e insistir en que ha tenido severos impactos sobre los ecosistemas que ha afectado, y que esos impactos no se previeron, al emprender la obra sin los criterios precautorios apropiados, es ser vocero del “pseudoambientalismo”, aunque hayas dedicado toda tu vida profesional al conocimiento, protección, conservación y restauración del medio ambiente. (Entre paréntesis, dado el avance de las obras, creo que lo mejor que pude pasar ahora con el famoso Tren Maya es que se termine y opere, de la mejor manera posible, pero esto es materia de otro ensayo).
Todo lo que se hace – y lo que se deja de hacer – encuentra una justificación en “lo que nos dejaron los corruptos conservadores neoliberales” de las administraciones anteriores, aun si lo que nos dejaron fuese acertado. La evaluación se cambia por la denigración ideologizada, y no hay discusión posible cuando todo argumento se topa con el epíteto y el escarnio. Amparadas en la noción de que el pueblo es bueno y sabio, en la aseveración de que “no somos lo mismo”, y repitiendo el mantra de no mentimos ni robamos, la 4T avanza sin pausa ni prudencia, haciendo de lado lo que dice la ciencia, la opinión calificada de los organismos multilaterales, la crítica honesta e informada, y a veces incluso el sentido común. Deja tras de sí un tiradero. Ya nos tocará recogerlo. En el caso de la política ambiental, que es el tema que intentaré ir explorando en los breves párrafos a los que la regla del máximo de 4 mil 500 caracteres limita estos artículos, el asunto parece particularmente grave, dado que en un mundo que ha perdido cerca del 70 por ciento de las poblaciones de especies silvestres, enfrenta un proceso de cambio climático que parecemos querer frenar con discursos, y encara un futuro posible de sequías, hambrunas y guerras por los recursos naturales, pensar que en el futuro próximo tendremos -como país- que reiniciar la atención a la problemática ambiental después de haber retrocedido un par de décadas, resulta por decir lo menos, pavoroso.
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