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Un nuevo comienzo, para la educación y más allá de ella

EEI es una gesta revolucionaria de los países de todo el Sur Global
Foto: Enrique Osorno

Manssour Bin Mussallam

Enero es siempre un mes de lo más peculiar.

Marca un nuevo comienzo y, sin embargo, a pesar de despedirnos de diciembre, una vez que las celebraciones dan paso al silencio, nunca parece que empecemos de nuevo del todo, ya sea porque todavía nos encontramos tecleando inconscientemente el último dígito del año anterior cuando fechamos documentos, o porque poco a poco nos damos cuenta de que nuestros propósitos para el nuevo año son mucho más difíciles de cumplir de lo que habíamos pensado en un principio.

El final de enero es aún más peculiar.

Al cabo de un mes de nuestros valientes y nuevos comienzos, entre el clamor de los asuntos humanos y las exigencias de la vida, nuestros propósitos de año nuevo desaparecen, y nuestros viejos hábitos reclaman tranquilamente los asientos desde donde habían sido desplazados, y pronto empezamos a esperar con impaciencia la oportunidad de otro nuevo comienzo a principios del año siguiente. En los albores de febrero, en la más humana de las paradojas, nos encontramos con que ni nos hemos rendido a lo viejo, ni seguimos militando por lo nuevo — después de todo, el limbo parece ser una residencia bastante cómoda.

En materia de educación y, en definitiva, de desarrollo —las conferencias se han sucedido a lo largo de los años y las declaraciones han resurgido una y otra vez de las cenizas de sus predecesoras—, parece que hemos oscilado colectivamente, en un bucle perpetuo, entre principios y finales de enero, con febrero como tierra prometida en la que nunca acabamos de desembarcar.

Tal vez sea porque no existe un nuevo comienzo, porque el pasado, irónicamente, se niega a morir. O, posiblemente, porque estamos, a pesar de nuestra firme creencia en lo contrario, demasiado apegados al pasado como para dejarlo marchar de verdad: mejor malo conocido que bueno por conocer, como suele decirse. 

Otro diagnóstico probable es que simplemente necesitemos un suave recordatorio, sin las presiones de un cambio de año a medianoche, y un tierno empujón hacia lo nuevo.

Esta última conclusión, en cualquier caso, fue la noble motivación de la Asamblea General de Estados Miembros y Miembros Asociados de la Organización de Cooperación Educativa (OCE) para proclamar —mediante una resolución propia, en diciembre de 2021— cada 29 de enero Día Internacional de la Educación Equilibrada e Inclusiva (IDBIE, por sus siglas en inglés).

Esta conmemoración anual no es una ocasión para celebraciones resplandecientes con la luz cegadora de un optimismo excesivo, ni está concebida para conmiseraciones propias de quienes han sido vencidos o han renunciado ante la propia lucha: El Día Internacional de la Educación Equilibrada e Inclusiva es una oportunidad para que hagamos colectivamente un balance de nuestros progresos y reconozcamos lúcidamente dónde nuestros esfuerzos han resultado infructuosos (el suave recordatorio), y con este balance de cuentas, entablar un verdadero intercambio y diálogo, ratificando nuestro compromiso y resolución para remediar nuestras deficiencias (el tierno empujón).

De hecho, al igual que la propia Educación Equilibrada e Inclusiva (EEI).

Como visión transformadora —adoptada por líderes y organizaciones de todo el Sur Global, el 29 de enero de 2020, en forma de Declaración Universal de la Educación Equilibrada e Inclusiva—, la EEI no acepta la receta de conformarse con lo suficientemente bueno que la realidad de los últimos años ha llegado a imponer, ni pretende acabar con la historia de nuestro pasado, de la que toma debida y respetuosa nota. Porque, en palabras de la propia declaración, "la historia conflictiva de la humanidad le brinda información y le sirve de guía, pero su futuro no está condenado ni predeterminado por su pasado".

Como paradigma, la educación equilibrada e inclusiva reconoce la paradoja (otra más) de la educación: es a la vez portadora de la promesa de un futuro mejor y, en el presente, una fábrica industrial que reproduce nuestras sociedades con todas sus injusticias y desigualdades. El potencial transformador de la educación, afirma legítimamente, sólo se confirma cuando ella misma se transforma.

Como marco conceptual y técnico, la EEI nos proporciona las herramientas para construir la educación que necesitamos, y forjar el futuro que queremos. Y esta educación que necesitamos es una que reconozca nuestras culturas, identidades y experiencias —lo que somos como pueblos e individuos, así como nuestra interdependencia milenaria con el resto de la Humanidad—, para que podamos llegar a ser lo que nos esforzamos por ser; una que nos prepare para la complejidad de la realidad —no una que transmita conocimientos fragmentados a través de disciplinas segregadas y, por lo tanto, fragmente nuestra comprensión del mundo—, para que podamos transformarlo; una que devuelva tanto a los educadores como a los educandos su vocación humanista —no una que deshumanice a los primeros convirtiéndolos en obsoletos instrumentos de intercambio de información, y a los segundos en receptáculos vacíos que llenar con fríos hechos y datos—, para que todos podamos contribuir realmente a la reconstrucción continua de la sociedad; una que se adapte a nuestros imperativos planetarios, a nuestras prioridades nacionales, a las realidades locales y a las aspiraciones individuales, y no que nos distancie imponiendo indiscriminadamente un modelo único para todos, de modo que todos podamos avanzar, de forma diferente, pero juntos.

Por último, como construcción colectiva, la EEI nos exige emanciparnos del statu quo heredado y de sus iniciativas aisladas. Reconoce que, a nivel nacional, hablar de educación implica hablar de salud, de economía, de cohesión social y de todo lo que implica vivir y hacer sociedad. En el plano internacional, exige un multilateralismo renovado y vibrante, imbuido de un espíritu de igualdad (entre las partes), de equidad (en sus relaciones) y de solidaridad (más que de caridad). En resumen, se trata —con una devoción inquebrantable a la dimensión humana de nuestros ideales universales— de una apuesta decidida por devolver a la humanidad el lugar que le corresponde en el centro de todas nuestras iniciativas colectivas e individuales.

En otras palabras, la educación equilibrada e inclusiva es —y me atrevo a escribirlo, sin pudor— una gesta revolucionaria de los países de todo el Sur Global, que —guiados por las nobles aspiraciones de sus Pueblos— fundaron y encontraron en la OCE su instrumento común y solidario.

Y en consecuencia, en este próximo Día Internacional de la Educación Equilibrada e Inclusiva, cuando los gobiernos, las organizaciones de la sociedad civil, los movimientos juveniles y las comunidades entran en comunión renovada para reafirmar su compromiso con esta construcción humanista, somos plenamente conscientes de que la revolución no es todo lo que ya se ha conseguido —por muy impresionante y noble que sea—, sino todo lo que queda por conseguir.

Porque el nuestro es el esfuerzo multilateral, del que la OCE no es más que la plataforma y el servidor, para pasar del sonambulismo planetario hacia un futuro que parece tan alejado de nuestras aspiraciones como sombrío en sus promesas, a otro que anuncie una tercera vía de desarrollo, materializando el futuro que queremos y que merecemos. En última instancia, debemos elegir entre forjar el futuro o dejarnos forjar pasivamente por él.

La elección está clara: debemos asegurarnos colectivamente de que este 29 de enero marque un verdadero nuevo comienzo, para la educación y más allá de ella.

**El Jeque Manssour Bin Mussallam es el Secretario General de la Organización de Cooperación Educativa (OCE), una organización intergubernamental internacional fundada por países de todo el Sur Global —América Latina, el Caribe, África, Asia, Oriente Medio y las Islas del Pacífico— en enero de 2020. El objetivo de la OCE es contribuir a la transformación social equitativa, justa y próspera de las sociedades mediante la promoción de una Educación Equilibrada e Inclusiva, a fin de lograr los derechos fundamentales a la libertad, la justicia, la dignidad, la sostenibilidad, la cohesión social y la seguridad material e inmaterial para los pueblos del mundo.

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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