Uno de los signos de este tercer milenio es la búsqueda de fuentes de energía renovables, amigables con el medio ambiente y que preferentemente tengan un costo menor a la obtenida mediante el empleo de combustibles fósiles. El empeño parece natural, toda vez que el petróleo no es inagotable y el incremento en la presencia de gases de efecto invernadero en la atmósfera está fuertemente vinculado a la explotación del hidrocarburo y su transformación en gasolinas, diésel y gas natural, además de su combustión en la industria y sobre todo en vehículos.
El cambio de fuente energética implica la transformación de casi todas las industrias dedicadas al desplazamiento humano. A la fecha, en el mundo ya contamos con trenes, autobuses, automóviles, motocicletas, bicicletas y monopatines eléctricos, y el mercado está en busca de compradores para estos vehículos.
La opción eléctrica se vislumbra como una opción muy atractiva para el comprador final, especialmente cuando la reducción en el costo de gasolina y mantenimiento es significativa. La atracción se refuerza cuando activistas como Greta Thunberg resaltan el daño ambiental provocado por la extracción de petróleo. Así, el aumento de la presencia de vehículos totalmente eléctricos en el mercado resulta bien recibida, especialmente cuando aparecen alternativas cuyo precio es competitivo con los que requieren de gasolina y ya no se requieren de conexiones especiales para cargarlos.
Pero adoptar un modelo de movilidad que contemple esencialmente vehículos eléctricos es un desafío a la infraestructura de cualquier país. Poco escuchamos acerca de la vida útil de las baterías de litio que emplean estos autos y cómo responden a las condiciones ambientales, e igualmente la capacidad de transmisión de las centrales generadoras cuando, digamos, una cuarta parte del parque vehicular existente hoy en día requiera de carga y, por cierto, estas centrales sigan utilizando combustibles fósiles, ya sea gas natural o el satanizado combustóleo.
Mención aparte merece, en el caso del mercado mexicano, que existan condiciones que permitan la proliferación de insumos y equipo eléctrico pirata que con toda seguridad se instala en prácticamente todos los hogares sin miramiento alguno. Aquí no podemos culpar exclusivamente a los compradores por buscar la opción más económica. Debemos identificar los factores que permiten que esta producción siga en aumento, relegando a la industria formalmente establecida. Dadas las condiciones actuales, no sería imposible que quienes elaboren y distribuyan equipos pirata pasen a la fabricación de refacciones de automóviles eléctricos también de dudosa calidad.
Porque una cosa es segura: los vehículos eléctricos también requieren de revisiones periódicas y eventualmente reparaciones. Los fabricantes han prometido menor desgaste, pero no que sean piezas que no necesiten reparaciones.
Mientras tanto, la movilidad en vehículos totalmente eléctricos avanza en la península de Yucatán: en Mérida las obras para la entrada del Ie-tram continúan a ritmo vertiginoso, y ahora en Cancún se prueba un autobús eléctrico en la ruta del centro a la zona hotelera. Por ahora son recorridos de evaluación, pero significa que las autoridades contemplan cuál resultará el mejor para brindar el servicio en una urbe que recientemente ha tenido en el transporte público su más visible área de oportunidad.
Queda entonces que estamos viviendo un momento en el cual el cambio de paradigma de movilidad contempla necesariamente el cuidado al medio ambiente, pero también que todavía no hay una claridad absoluta en cuanto a los costos que la transformación del transporte tendrá en la infraestructura urbana y si nuestras autoridades están preparadas para responder al reto. Aún es tiempo de pruebas y resultará sensato que los resultados se difundan entre la ciudadanía.
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Edición: Estefanía Cardeña
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