El día que un suspiro quiso matar a un huracán

Es un pasillo larguísimo, y el anciano lo recorre con determinación. No sé de dónde saca fuerzas, ya que apenas puede caminar: arrastra los pies, arrastra el bastón, arrastra la vida; tiembla, jadea, se sofoca. Un metro es una hazaña, y tiene que recorrer aún otros 10 para llegar a donde quiere ir. 

Al fondo del corredor está ella, de espaldas, y no se da cuenta que su esposo se ha levantado de la cama, por primera vez en semanas; mucho menos se imagina su intención de matarla. Si se voltea, podría leer esa furia asesina en esa mirada, que ahora está sumergida en el purgatorio de la morfina.

Y es que sólo con ese narcótico él aguanta esos dolores que lo quiebran por dentro, que le exprimen los pulmones como si fueran ropas mojadas; suplicios que le arrebatan el aliento y le desencajan la mandíbula para robarle oxígeno al mundo. Tormentos que le hacen soñar con la muerte, por lo general la suya. 

Pero hoy el efecto es otro. Y no es que lo justifique ni que haga énfasis en la atenuante; no. Hoy no quiere morir: muere hoy por matar. A ella, en específico, a quien ve sana y sonriente, dedicándole horas y palabras. Hoy no soporta la belleza en su mundo de mierda. Le faltan ya sólo dos metros para alcanzarla, pero el ansia de asesinarle es mayor.

Alza su bastón, con las fuerzas escondidas del estertor, y con él intenta ahorcar a su esposa. Ella voltea, y sólo requiere un manotazo para tirarlo al suelo; él es sólo un soplo, y ella, un huracán; el bichito que se estrella en el parabrisas. El hombre se queda tirado en el laberinto de su patético intento; ella lo carga y lo lleva a su cama. 

El hombre fallece poco después, víctima de esa batalla perdida de antemano contra el cáncer; ella le sobrevive décadas, en las que pastorea a sus hijos e hijas. Hazaña de proporciones bíblicas que transmite a su linaje. El episodio de ese intentona lo cuenta con una sonrisa en la boca, evitando que la tristeza se convierta en mueca. 

Lo relata primero en voz alta, altanera; pero después, el carraspeo de la tristeza le apaga la voz; le poda los ecos de sus recuerdos. Unos alicates le cortan las cuerdas vocales y el silencio inunda los restos del día. La intentona se torna en anécdota, y luego se olvida en el pasillo de la memoria, aún más largo que el que él recorrió.

Estamos moldeados con el barro de historias. La épica que sirve de amalgama son las luchas diarias que se libran en la oscuridad del anonimato: intentos de feminicidio, abusos sexuales, injusticias en centros de trabajo y escuelas… El día a día de mujeres que viven y sobreviven en la hostilidad de una maquinaria ideada para subyugarlas. 

Esos relatos fallecen en el silencio, o son sepultados por el ruido. Aún sorteando la estridencia, no logran polinizar oído alguno. Se quedan flotando en el aire hasta disolverse, como lágrimas en la lluvia. Las piedras angulares de la vida son esas historias que nos recuerdan qué tan fuertes podemos llegar a ser, y sólo nos mantendremos de pie mientras se sigan contando —y escribiendo. En el momento que las voces de sus protagonistas callen, todo se verá envuelto por el silencio. 

Hoy hay que gritar esas historias; vivencias que, en muchas ocasiones, concluyeron con la muerte. Escribir esos episodios en cualquier hoja blanca que tengamos a mano, ya sea la de un periódico, ya sea en un monumento. Recordar a las protagonistas, y repetir sus hazañas en recuerdo a su valentía. Mencionarlas con sus nombres y apellidos, y evitar que sean víctimas de ese otro tipo de violencia que se llama olvido. 

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Edición: Laura Espejo