Charlie y la fábrica de quinoa

La obra de Roald Dahl se infectó del miedo de la cultura de la cancelación
Foto: Reuters

En la inocencia de los dientes de leche, escuché a mis padres hablar, en susurros, de un libro. Aún movía las orejas, como lo hacen los gatos, y para descifrar ese rumiar de secretos me acerqué para escuchar mejor. Mujeres que levitaban, hombres descomunales que empapelaban edificios con billetes, carabelas devoradas por la selva, imanes que hacían crujir casas… Cuando me vieron, mis padres callaron, y cambiaron de conversación. De qué libro hablan, les pregunté. Quiero leerlo

No es para niños, respondieron, y guardaron el libro en un sitio en el que, según ellos, nunca iba a encontrar. Horas después estaba ya leyéndolo, saltando de párrafo en párrafo, patinando entre sus frases y maravillándome con niños con colas de cerdo y de encuentros fortuitos con mujeres que olían a humo. Desde entonces me di cuenta que no se puede domesticar la curiosidad, mucho menos en los salvajes primeros años de un niño.

El mismo error de mis padres se intenta ahora repetir, pero a una escala mayor. Al final, la censura no llegó por decreto, derribando la puerta, sino que se deslizó cobijada por lo políticamente correcto; entró de puntillas, en la madrugada. El manoseo de las historias escritas por Roald Dahl es sólo el inicio de una era en la que, de nuevo, las ideas son consideradas armas cargadas, objetos punzocortantes. El gran hermano son ellos

La editorial que publica las obras de Dahl realizó una revisión completa de libros ya clásicos como Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda o Las brujas, y eliminó algunos adjetivos o descripciones físicas de sus personajes con el objetivo de adaptarlos a una supuesta mayor sensibilidad de nuevas generaciones.

Así, los libros del autor sufrieron una purga de gordos, calvos, enanos y feos; los umpalumpas dejaron de ser “hombres pequeños” y se volvieron “personas pequeñas”; un acto de transformismo lingüístico para evitar que “alguien se sienta ofendido”. La obra de un escritor muerto se infectó del miedo de la cultura de la cancelación. 

Nada que pueda inquietar a los lectores de este mundo feliz y correcto; nada que les quite el aliento, que les produzca cosquilleos de ansiedad o que le arrebate la sábana con la que sueñan recuerdos que no son suyos; recuerdos ajenos que se inyectan durante las cinco horas o más que pasan frente a la pantalla. Nada, nada con lo que puedan pensar. 

Esta censura no puede pasar inadvertida o tomada como simple anécdota o nota curiosa, de desempance, pues puede ser la advertencia de la llegada de tiempos -aún más- oscuros; un síntoma de una tiranía de pensamiento único. Así lo advirtió, por ejemplo, George Orwell, quien en su distopía 1984 presentaba como uno de los instrumentos de control de esa dictadura futurista al neolenguaje. Los hombres y mujeres bajo el yugo que describió Orwell no se podían quejar porque no tenían las palabras para hacerlo. 

No podían soñar con la libertad, ni quejarse de la opresión, ni clamar por la justicia, ni denunciar abusos de poder, ni luchar por elecciones justas y democráticas, ni asegurar el derecho a disentir... En la neolengua no existían ni esos verbos ni esos sustantivos. 

De la censura a la quema de libros sólo hay un pestañeo. Otro visionario, Ray Bradbury, en Fahrenheit 451 nos describía un mundo tan parecido al actual que causa escalofríos. Las hogueras de novelas y poemarios sólo eran las manifestaciones más brutales de un régimen dedicado a castrar ideas, ya que estas, temía, eran semillas de revoluciones. Bradbury escribió el primer borrador de Fahrenheit 451 en sólo nueve días; más que novela, es una visión. 

Y así lo demuestra la filosa explicación que uno de los pirómanos le hace a su compañero: “Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares... Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos hechos que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía”. 

Fahrenheit 451 se publicó en 1953, pero ya anunciaba claramente, por ejemplo, las redes sociales y los concursos de talentos, que en los últimos años nos han arrebatado más atención que la que le hemos puesto a la investigación de curas de enfermedades o la de la elaboración de energías limpias. 

En ambas novelas, 1984 y Fahrenheit 451, la chispa que enciende la dictadura es confusa, pero se imagina pequeña, casi insignificante, como bien podría ser la reescritura de novelas para niños. En la obra de Bradbury hay hombres y mujeres cuyo único propósito en la vida es aprenderse de memoria los libros que ya están condenados a la hoguera; un anciano que naufraga en la tormenta del Alzheimer recita la Odisea de Homero. 

Tal vez ya sea momento de ir poniendo en marcha una estrategia similar, comenzando con las novelas de Roald Dahl.

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Lea, del mismo autor: La vida en la palma de la mano

 

Edición: Estefanía Cardeña


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