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La vida en la palma de la mano

Como periodista, el cinismo ya había envenenado sus crónicas
Foto: Juan Manuel Valdivia

Harto ya, decidió poner punto final. Abandonarlo todo, mudarse, cambiar de trabajo, incluso de nombre; empezar de cero, eso, concluyó, resetear la vida. Y se preparó para abandonar el barco, después de décadas de trazar una ruta jugando con el viento, como el navegante; entre el control y abandono. 

La vida de un periodista es jodidamente complicada. De eso se había dado cuenta hace años, cuando el cinismo ya había envenenado sus crónicas. El oficio le había arrebatado el asombro, y, por más que se esforzaba, no había amanecer que lo conmoviera; al fin y al cabo, concluía, todos son iguales y se repiten día con día. 

Conoció lugares en los que dejó empeñados recuerdos, y escuchó historias asombrosas a las que la hora de cierre evaporó a un sólo párrafo; extrajo de amígdalas peligrosas declaraciones, derrocó prestigios de prestidigitadores, y alcanzó la cima, en varias ocasiones: el Everest del título grande. Algunas veces lo hizo con mariposas revoloteando en su interior. Pero ya no, desde hace mucho, ya no. 

Sus intentos por desaparecer tuvieron poca fortuna: siempre había algo que lo encadenaba al pasado; un eslabón que se resistía, siempre. Anclado en ese agobio, más que vida, lo suyo parecía el argumento de El ruletista, de Cărtărescu: incluso con una única bala en el revólver, temblaría antes.

Fue entonces cuando recordó una de sus primeras coberturas como reportero. Era ya noche cuando sonó uno de los teléfonos de la redacción. Una voz lejana, a la que el ruido de las rotativas ya en marcha se tragaba, solicitaba la presencia de alguien del periódico porque “al pueblo habían llegado unos gitanos”. Él pensó en Melquíades y sus maravillas.

Pero se dio de cara con un realismo huérfano de magia. El odio que expresa una cara adormilada es espectral, materia prima de pesadillas. Los vecinos de la comisaría estaban parapetados en una casa, enardecidos por un coro de perros rabiosos, rumiando las leyendas que recitaban los antiguos, aquellas que alertaban que los gitanos robaban niños.

Esto no puede ser serio, pensó. Y, sin embargo, ahí estaba la gente, dispuesta a impedir el paso de la camioneta en la que, según ellos, estaban los gitanos. Él los calmó, pidiéndoles que dejaran el asunto en sus manos. En ese entonces, aun una credencial de periodista tenía valor. Y fue a hablar con los forasteros. 

En la camioneta se encontró con tres personas, de una oscuridad cetrina. Eran una anciana, un hombre, con barba de violinista, y una joven, con una mirada de cometa esmeralda que traspasaba la piel. Los tres sudaban, también, miedo. El hombre me explicó que si conocía un hospital cercano, pues su hija se estaba muriendo. Sin pensarlo, se subió con ellos y los guio, hasta Mérida. 

Pasó la noche con el hombre y la anciana, quien, supo después, era su bisabuela; haciendo cálculos, aun si hubiera tenido hijos muy joven, debería rozar el siglo. Sin embargo, parecía un carburador, de tanta energía que irradiaba. Mientras el padre naufragaba en el océano de la sala de espera, ella le contó su vida al reportero. 

Al amanecer, cuando el doctor les informó que la vida de su hija ya no corría peligro, que se la había arrebatado a lo inevitable, la anciana, como agradecimiento, le ofreció leerle la mano. Él se la tendió, con el escepticismo de los que no han sido rozados por lo extraordinario. Apenas se la dio, la mujer se echó para atrás, intentando controlar una indomable mueca de terror. 

Tardó varios minutos en apaciguar su asombro; lo lazó con ecuanimidad. Y le explicó que nunca antes había visto una línea de la vida como la suya, que dividía, como cordillera, toda la palma; himalaya infranqueable. Estarás condenado a seguir un mismo camino toda la vida, le vaticinó. Y eso, más que algo bueno, es una maldición. “Según mi abuela, quien fue la que me enseñó a leer manos, es el estigma de los infelices”. 

Al recordar ese episodio, el reportero se dio cuenta que sólo había una manera de cambiar el rumbo, tal y como ya se lo había propuesto: Fue a la cocina y tomó el cuchillo más filoso que encontró. Abrió su mano y con varios cortes --breves, precisos, furiosos-- reescribió su destino. La sangre brotó como un río que cambia de cauce. 

Al día siguiente, al despertar, lo primero que hizo fue escribir. Por primera vez, no describía cosas reales: era el torbellino de su imaginación lo que invadía, frase a frase, la página en blanco. Aun con la mano palpitante, logró la conquista de la ficción, arrebatada con una trampa para quiromantes. Al terminar, firmó el cuento con su nombre, aunque era ya otro. Y sonrió, al fin, desde ese nuevo mundo. 

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Lea, del mismo autor: El rey tuerto

 

Edición: Estefanía Cardeña


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