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El rey tuerto

Aunque acaba de publicarse, Rushdie le puso punto final a 'Ciudad Victoria' el año pasado
Foto: Pablo Cicero

Aunque nuestra alma esté sobrevaluada, siempre acaba ganando quien nos la compra; pregúntenle a los cíclopes, quienes soñaron con ver el futuro, pignorando uno de sus ojos, y sólo recibieron la tristeza de ver antes su muerte. No hay defensa al consumidor en el infierno. 

“Todo lo que necesito está en mis palabras y las palabras son todo lo que necesito”. Así zanja su tragedia la protagonista de Ciudad Victoria, la nueva novela de Salman Rushdie. Antes de estas frases, cuya dureza sólo pueden tener el destino de una lápida, el personaje, una milagrera y profetiza, pierde sus ojos en un acto de venganza. 

Aunque acaba de publicarse, Rushdie le puso punto final a Ciudad Victoria el año pasado. Con las sandalias polvorientas después de recorrer Troya —igual recién concluía la obra de teatro Helena—, seguro en algún rincón de su precioso cerebro deambulaban cíclopes, profanos profetas. 

Pero ni la protagonista de la novela ni él pudieron ver el futuro, en la que ella quedaba ciega, y él, rey en esa triste tierra, tuerto. Ambos castigados por una maldición que se remontaba décadas. La de él, dictada por el fanatismo incapaz de ver la lucidez de sus Versos satánicos

La ejecución de la fatwā tuvo lugar el 12 de agosto de 2022, alrededor de las 11 de la mañana. El escritor iba a impartir una conferencia en Chautauqua, Nueva York, cuando Hadi Matar, un libanés intoxicado con versículos del Corán, lo atacó con un cuchillo. Uno. Tres. Seis. Doce. Trece. Rusdhie recibió, en total, quince puñaladas.

Perdió el ojo derecho y su mejilla luce ahora como falla telúrica. Al intentar defenderse, y poner las manos como escudos, el metal las traspasó, arrebatándole la sensibilidad de dos dedos y de gran parte de la palma. Su brazo izquierdo igual sufrió secuelas, ya que no lo puede mover con normalidad. 

El terremoto del metal aún sigue provocando un temblor permanente en el labio. Aunque este sismo no le impide hablar, sí le arrancó la elocuencia de sus discursos del pasado. En esta batalla, de la que el escritor salió arrastrándose, también sufrieron las palabras, a las que necesitaba aún más que a su vida. 

Pero éstas son más duras que el acero, y ni el odio puede con ellas. El sol le ha vuelto a acariciar la cara tras una reclusión de seis meses. Reapareció en la víspera de la publicación de aquella novela profética, ciclópea; lució unos lentes con el vidrio del ojo derecho oscuro y una cicatriz parecida a una frontera. Sonrió, como sólo se le puede sonreír a la vida o a la muerte. 

Con esa imagen se ilustra una amplísima entrevista a otra leyenda, el director de The New Yorker, David Remnick. A él le confiesa que tiene trastorno de estrés postraumático y muchas dificultades para escribir, lo que le parece deprimente. “Me siento a escribir, y no sucede nada. Escribo, pero una combinación de acuidad y desechos, cosas que escribo y borro al día siguiente”, dijo. 

La maldición de la página en blanco; bloques de frases que, al edificar una muralla, se desploman con el más ligero de los susurros, aquellos que causan escalofríos. El miedo a que, al rozar, las palabras provoquen chispas y la hoguera del fanatismo vuelva a arder. El terror a que el verdugo ahora no falle.

Con 20 kilos menos y a pesar de esas heridas de esa guerra santa y estúpida, Rushdie se niega a hacerse a víctima. “Es estupendo estar de vuelta, en un lugar que no es un hospital, que es donde más he estado. Las pesadillas han ido disminuyendo y, teniendo en cuenta lo que pasó, no estoy tan mal. Las grandes heridas están curadas, esencialmente”.

La herida del alma, sin embargo, tardará en cerrarse y, aun así, en las noches de lluvia le recordará siempre el filo de aquellos quince relámpagos. No es el brazo el que duele al escribir. No son los dedos que bailan sin ton ni son en el teclado. No es el ojo que ya orbita en algún frasco de formol, esperando en la repisa de evidencias del juicio contra Hadi Matar. A Rushdie le cuesta escribir porque le quisieron arrebatar las palabras. 

Pero las palabras se defendieron como fieras y siguen ahí, sólo esperando el mejor momento para volvernos a maravillar. Y son tan valientes, incluso, que igual aguardan la dicha de aguijonear a los fanáticos que no las han querido comprender. Puede ser mañana, o pasado, cuando Rushdie escriba y ya no borre al día siguiente lo que escribió. Y siga. Y siga. Y siga. 

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Lea, del mismo autor: ''Amainó un poquito la ausencia; se acomodó donde duele bonito''

 

Edición: Estefanía Cardeña


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