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El Payán

Era adicto a las tintas, papeles y grabados
Foto: La Jornada

A Carlos Payán Velver se le debe el haber colocado la fotografía de prensa como una protagonista en el periodismo contemporáneo en México, por el uso destacado que le dio en las portadas y contras del diario La Jornada.

En los años en que fue director fundó lo que iba a ser el sello distintivo en la gráfica de nuestro periódico y así se impulsó un nuevo fotoperiodismo a fines del siglo XX. Fue un editor entusiasta de la publicación fotográfica con sentido editorial cáustico en lo político, así como un gran promotor de suplementos donde el diseño utilizara la estética de la fotografía.

El señor Payán creó el espacio para que se publicaran las imágenes de la vida cotidiana en las páginas y que este rubro se incluyera en las órdenes de trabajo a los fotógrafos, lo cual revolucionó aquella rutina laboral y enriqueció la lectura del periódico.

Fue un periodista intelectual y bohemio; un personaje fotogénico del siglo pasado, que fundió el periodismo y el arte en el diario.

Don Carlos tenía un peculiar humor, tanto o más común que sus antojos. Su fascinación por comer tacos y la creación de atmósferas fueron escenarios donde le conocí, aunque también en su mal humor. Era difícil descifrar sus mensajes en la Rayuela, ese breve editorial en La Jornada del cual, obvio, también es autor. Un día pregunté y me contestó: Si no lo entendiste es que no era para ti, mano.

 

Lee: En 'La Jornada' pasé los años más felices de mi vida: Carlos Payán

 

El gran lector Carlos Payán no presumía sus libros ni a sus amigos creadores, salvo cuando se trataba de generar información para el periódico. Aquí tres ejemplos. Corría el año 1993 cuando Socorro Valadez, con su eficiente voz, me comunicó: El señor Payán te quiere ver. En su despacho dos imágenes sobresalen: el Zapata de corcholatas del pintor Alberto Gironella en la pared principal y el retrato de Nahui Ollin, realizado por Eduard Weston, frente a su libreta de diario en la mesa. Ahí preguntó: Te gusta la moronga, ¿verdad? Pues mañana te espero en el muelle de Xochimilco a las 10 y verás. Y en efecto era un almuerzo de guisados, pero los comensales eran sus dos grandes amigos, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, a quienes les tenían preparada una mesa en medio de una chinampa, rodeada de un paisaje similar a las historias que los tres amigos podrían haber contado en sus cuentos y poesías.

En otra ocasión, el 2 de febrero de 1994, cuando el conflicto armado zapatista en Chiapas estaba en su apogeo, durante una guardia nocturna en la redacción me dice Socorro: el señor Payán te busca. “¿Dónde vas a cenar hoy, mano? Necesito que vayas a esta dirección y ahí te van a invitar… yo no podré ir. Cenas, tomas unas fotos y no vayas a beber mucho”, me advirtió. Era la casa de Carlos Fuentes y Silvia Lemus, que ofrecieron una celebración a la escritora Toni Morrison, quien acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura 1993. Los invitados eran Gabo, Mercedes Barcha, Eduardo Matos Moctezuma, su hermano y Natasha, la hija de los Fuentes. Había, en efecto, un lugar para Payán. Por cohibido no me senté, pero sí los fotografié y bebí mucho.

Payán tenía fuerte manía por las imprentas. Era adicto a las tintas, papeles y grabados. Cuando adquirió una rotativa más (de medio cachete) para imprimir La Jornada, invitó a otro de sus cuadernos al taller y, no sé por qué motivo, “era fundamental que José Luis Cuevas” fuera a verla y habría que hacerle un estudio de fotos. De ahí nos invitó unas cubas a la Bella Ferrolana, una cantina cercana. Fue el 8 de agosto de 1989.

Las historias de trabajo con Manuel Becerra Acosta eran mis favoritas, pues aunque terminó mal su relación con él, cuando renunció al Unomásuno, eran memorables. Lecciones de periodismo y pasajes de infierno.

Una tarde de junio, en el año 1995, encontré caminando por el Parque Hundido al viejo Becerra Acosta y me presenté. Abrió sus enormes ojos claros y, fulminante, interrogó: ¿Usted trabaja con el Payán?... pues recuérdele lo que hablamos de Carmen Lira. Horas después le narré al director el encuentro y di el mensaje. Sonrió con agrado. A los años me narró la historia de aquella plática con el viejo Becerra, en 1982: “Me convenció de que la única que nos podía suplir en la dirección era Carmen… y tuvo razón... era un viejazo”. El Payán, también.

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Edición: Ana Ordaz


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