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Acerca del procedimiento de impacto ambiental

Los procedimientos de evaluación se han ido convirtiendo en un simple trámite en México
Foto: Reuters

A raíz de mi nota de la semana pasada, en la que hablaba acerca de un supuesto hotel en la Reserva de la Biosfera de Calakmul, y sus relaciones con el Tren Maya, se desató entre varios amigos y colegas una discusión que, aparte de ser otro botón de muestra del grado que ha alcanzado la polarización en este país durante la autodenominada Cuarta Transformación, me obliga a compartir algunas reflexiones acerca de lo que se podría esperar de los procedimientos de impacto ambiental, tal como se encuentran previstos en los diferentes instrumentos regulatorios de corte ambiental, tanto federales como estatales y municipales. A manera de antecedente, debo decir que la discusión osciló entre dos polos extremos, que parecieran irreconciliables: uno que argumenta que todo lo que gira alrededor del tren maya es desastroso, y que el proyecto en su totalidad debería suspenderse; y otro que sostiene que el tren maya será el principal motor de desarrollo del sureste, que traerá incontables riquezas a la región y que, por tanto, debe considerarse cualquier impacto que tenga sobre la calidad del medio ambiente como un costo necesario y admisible.


Lee: Hotel Tren Maya en Calakmul causará impacto ambiental negativo: Guía de turistas

 

Aunque resulta algo difícil, quisiera desnudar estos párrafos de filias y fobias ideológicas, y poner sobre la mesa únicamente argumentos que puedan sustentarse jurídica y técnicamente, en un intento por generar una posición con la que ambos extremos de la discusión puedan vivir. Comenzaré entonces con algunas premisas con la que creo que todos podemos estar de acuerdo: primero, toda obra o acción que emprenda el ser humano en tanto que ser social, genera algún impacto en su entorno. Lo transforma, y va construyendo en él entonces un paisaje que modifica, y por el que es modificado, en un proceso que hemos dado en llamar historia; en segundo lugar, y en consecuencia de lo anterior, en prácticamente todos los países del mundo se han establecido procedimientos que permiten evaluar el impacto ambiental de cualquier proyecto de obra o acción pública o privada, que pretenda emprenderse en el territorio; y en tercer lugar, estos procedimientos siempre tienen, como rasgo fundamental, un carácter precautorio, es decir, predicen los impactos que un proyecto pueda tener sobre el medio ambiente del sitio donde se pretenda establecer, desde antes de iniciar su ejecución, y determinan las medidas que se deberán tomar para evitar, mitigar, o compensar dichos impactos.

Lamentablemente, en México los procedimientos de evaluación de impacto ambiental se han ido convirtiendo en un simple trámite a cubrir para obtener autorización para un proyecto, cuando no son de plano espacios que permiten y alientan la corrupción. Idealmente, un manifiesto de impacto ambiental debería llevarse a cabo a la par del proceso de diseño de un proyecto determinado, de manera que este incluyera, desde sus inicios, y antes de iniciar las obras correspondientes a su ejecución, las medidas apropiadas para evitar, mitigar o compensar los impactos negativos que se puedan generar en el entorno, durante el proceso de construcción, y durante la operación del proyecto de que se trate. Este es el espíritu de la legislación en la materia, y lo que le brinda su carácter precautorio. Al encararse como un simple trámite, se violenta este espíritu, llegando incluso al absurdo de presentar manifiestos de impacto ambiental después de iniciada una obra o acción, considerando que basta con “cubrir el expediente”. Esto ha sucedido con el tren maya y con todos los proyectos de obra pública que lo acompañan: o carecen de procedimientos de evaluación de impacto ambiental, o estos son incompletos, o bien han sido entregados para su dictaminación después de haber iniciado las obras. Si a esto se añade el hecho de que nunca se ha presentado un proyecto integral, y que los tramos del proyecto que se han emprendido han ido cambiando de manera caprichosa y a trompicones, queda claro que este magno proyecto de desarrollo basado en inversión pública no es solamente ilegal, sino que resulta imposible predecir los impactos que generará en el ambiente y, por tanto, resulta poco probable que pueda proponer medidas cabales de mitigación o compensación.

Como quiera que sea, las obras avanzan implacablemente, armadas de una coraza imbatible de “seguridad nacional” y desarrollo indispensable y, por lo menos hasta el final de 2024, no se van a detener. Ante este escenario, antes que optar por una opción futura – muy al estilo de la actual administración – y suspender el proyecto a rajatabla, abandonándolo a su suerte, y esperando que alguien repare los impactos ya ejercidos, habría que apostar porque el proyecto se concluya y opere, y funcione bien, para entonces forzar con todas las herramientas que brindan las leyes mexicanas a los responsables de su operación, y a quienes pretendan establecer y operar proyectos relacionados con él, a que mitiguen y restauren los impactos efectuados, o que compensen con inversiones en conservación y restauración ecológica, aquellos impactos permanentes que resulten irreparables. Sigo pensando que ésta es la mejor vía para este tren, en el escenario actual. Sé que con esto no quedará del todo zanjada la discusión, pero me resisto a pensar que la única vía que nos resta es la de la confrontación radicalizada.

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Lea, del mismo autor: De hoteles, trenes y áreas protegidas

 

Edición: Estefanía Cardeña


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