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Foto: Presidencia

El pasado domingo, en Mérida, en una gira de supervisión de las obras del Tren Maya, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó síntomas de Covid-19. Tras resultar positivo a esa enfermedad en una prueba, volvió a la capital para aislarse y recibir atención médica.

El hecho desató especulaciones y falacias en medios informativos, como que había sufrido un desmayo o incluso un infarto que habría requerido de un “traslado de urgencia” a bordo de una "ambulancia aérea", pese a que desde las primeras horas de la tarde el propio mandatario dio a conocer la situación y aclaró que no se trataba de nada grave.

Las piezas de desinformación, rápidamente difundidas y amplificadas, pronto dieron lugar a una enésima campaña de odio en las redes sociales.

Las especulaciones continuaron ayer, pese a que el secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, a cargo de la conferencia matutina en ausencia de su titular, aportó precisiones sobre la condición del titular del Ejecutivo federal.

Desde luego, la salud de los gobernantes es en cualquier país un asunto de legítimo interés noticioso, político y social, pero ello no justifica la invención, la mendacidad y la insistencia en enfoques alarmistas que no guardan relación con la realidad.

Cabe recordar a este respecto que hace unas semanas circuló entre comentaristas adversos al actual gobierno la especie, sin ningún asidero, de que el Presidente había sufrido un nuevo infarto.

Tales actitudes podrían, si no justificarse, al menos entenderse cuando se desarrollan en condiciones de opacidad y secretismo y en ausencia de información oficial puntual y precisa. Sin embargo, no es éste el caso en el gobierno de López Obrador: desde que sufrió su primer contagio de covid-19, en febrero de 2020, cuando volvió a infectarse de SARS-CoV-2, en enero de 2022, o cuando días más tarde se sometió a un cateterismo en el Hospital Central Militar, el Ejecutivo ha dado a conocer esas situaciones.

En esas circunstancias, resulta inevitable pensar que la obsesión especulativa de muchos medios con los asuntos de salud de López Obrador no está motivada por un auténtico interés periodístico, sino por el sensacionalismo propio de quienes confunden el oficio de informar con una pugna inescrupulosa por ventas, audiencias y tráfico en redes, si no es que por una determinación perversa de sembrar desasosiego en la opinión pública y de presentar al mandatario como un individuo enfermo y debilitado y, por lo tanto, incapaz de gobernar.

Aparte del grado de éxito inmediato que logren obtener, la persistencia de largo plazo en las mentiras acaba por afectar a los especuladores, fabricantes de noticias falsas y sembradores de alarma, en la medida en que cada nueva falsedad es un paso más hacia la demolición de su credibilidad.

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Edición: Ana Ordaz


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