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La tristeza de la tierra

La elefanta del zoológico San Juan Aragón está invadida de melancolía
Foto: Pablo A. Cicero

Nadie sabe con certeza cuántos años tiene; creen que entre 38 y 40 años, en los que se ha acumulado la tristeza de la tierra. Toda su vida ha estado recluida, primero en un circo y ahora en un zoológico, donde su miseria es la atracción principal. 

Mientras que cada paso de sus ancestros abría brecha en la sabana, delineando carreteras de vida, los de ellas se restringen a pocos metros, en los que parece maldecir su vida; deja huellas de sufrimiento, sin que nadie se compadezca de ella. 

Las percusiones en la corteza del mundo, tambores que provocaban terremotos, son ahora ecos arrítmicos, lentos y desganados, como arañazos a ese umbral que todos, algún día, cruzaremos, pero que ella ya añora y desea: desea morir. 

Tal vez su única etapa de paz fueron los veintidós meses que pasó en el vientre de su madre, pero esto tampoco es seguro. Los pocos registros que se tienen de ella se remontan a una polvorienta carpa, en la que la golpeaban y la obligaban a trabajar subiéndose a plataformas y al lomo de otros como ella.

Heredó los sueños de su especie, y en ellos se soñaba recorriendo kilómetros: ballena del Serengeti, torrente sanguíneo de Africa, creador de vida, incluso con el inmenso epílogo de sus intestinos confitados de semillas de baobabs. Cada una de sus huellas, incluso, son promesa de vida, cuna de renacuajos. 

Sin embargo, desde hace una década purga su existencia en una jaula del zoológico San Juan Aragón, al norte de la Ciudad de México. Los cuarenta mil músculos de su trompa, que en su especie son ojos, nariz y brazos que comunican y abrazan, cuelgan con la flacidez de quien ya perdió toda esperanza. 

Sus años en el circo le provocaron artritis en la pata delantera derecha, e hiperqueratosis, una enfermedad en la piel que se manifiesta con pequeños y numerosos bultos que se pueden ver en ciertas partes de la cabeza y en el lomo; arrastra y carga la dureza de existir. 

No sólo su cuerpo está enfermo. En el libro Mentes maravillosas, de Carl Safina —editado en español por Galaxia Gutemberg—, se revela un arcoíris de sentimientos en elefantes: manadas destrozadas por algo parecido al duelo tras la muerte de la matriarca, relaciones de amistad paquidérmica que duran toda la vida.

La elefanta del zoológico San Juan Aragón está invadida de melancolía, una metástasis de pena. Esta sale a flote ”en arranques de estereotipia —movimientos repetitivos incontrolados—. También se ha hecho daño en los colmillos después de restregarlos y atorarlos contra los barrotes en repetidas ocasiones”. Come sus excrementos. 

Lo anterior lo denuncia la activista Diana Valencia, quien ha registrado la amargura enjaulada de la elefante. Se han planteado soluciones, como enviarla a un santuario de animales, pero todas han sido desechadas por los carceleros de Ely, que es como la llaman. Es un animal: no tiene sentimientos, zanjan. La tristeza, sostienen, es monopolio de los humanos. 

Aún hay personas que gozan ver sufrir a un animal, como se comprueba con esas reiteradas negativas. En este caso, un sufrimiento inmenso, que abarca cada gramo de sus cinco toneladas. Hagamos a un lado la melancolía: el dolor. Huérfanos de misericordia, se la hemos negado también a otros seres vivos. Si nos gusta observar a bestias, miremos mejor un espejo. 

Y mientras la vida de Ely languidece detrás de unos barrotes para que niños y niñas aprendan a burlarse del suplicio ajeno, en otros zoológicos, otros animales también sufren: una chimpancé anciana azuzada, desde hace años, por hordas; un tigre crispado, sombra de la bengala de su especie. Pájaros a los que le han cortado las alas, leones a los que se les ha olvidado cómo rugir. 

No hay un sólo árbol en la jaula de Ely, y debajo de sus inmensas patas, la mayoría es concreto. En estas condiciones, pareciera que el objetivo es hacerla sufrir, arrancarle incluso el suspiro de una sombra, el alivio del césped; es como si alguien se estuviera vengando de ella. Y, aun así, son pocos los que se indignan. 

A lo más, les da pena, una pena pasajera, de éter, que rápidamente se evapora con el alboroto de los monos y el efímero antojo del algodón de azúcar. Podríamos esperar a que las próximas generaciones nos juzguen y se avergüencen de nuestro silencio. O podríamos comenzar a alzar ya la voz por Ely y otros animales que están en su condición. 

Algunos ya lo hicieron, y fueron escuchados. En un acto de contrición se anunció el traslado de otra elefanta para que le haga compañía, la pena entre dos, menos atroz. La compañera de Ely se llama Gipsy, y juntas estrenarán una nueva área, más grande y con mejores condiciones. Aun así, la tristeza sigue goteando, horadando la tierra, taladrando el alma.

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Lea, del mismo autor: El pintor que no firmaba sus cuadros

 

Edición: Estefanía Cardeña


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