En unos años se parará enfrente del cuadro; observará detenidamente esos trazos de cirujano: rápidos, precisos: un duelo de esgrima contra un lienzo. Se perderá en esas combinaciones de colores imposibles que logran que aquel mar de óleo tenga olas, y huela a sal, y te salpique la cara.
Escuchará el crujir del barco, sentirá la melancolía de sus invisibles tripulantes. Palpará sus ásperas velas, sus húmedos cabos. Adivinará aves detrás de las nubes. Se imaginará cardúmenes en carreteras acuáticas. Incluso, podrá acariciar la arena; la verá cómo se le escapa entre los dedos, como la vida misma. Y se imaginará al pintor que se negó a firmar el cuadro.
En unos años nadie más excepto él y quienes lo rodean sabrán quién fue aquel artista que sólo firmaba las obras que germinaban en su interior; los colores y las formas que lograban sobrevivir al naufragio, la furia domada con pinceles y gubias. Esos relámpagos de genialidad que aún, años después, seguirán aturdiendo.
Y viendo ese cuadro recordará también otro: uno de carboncillo, de un niño con una gorra de Mickey Mouse, cincelado con líneas rectas y ángulos de vértigo. La persona de ese retrato se le hará familiar, dolorosamente familiar. Y en esos ojos pintados con un estilo lleno de filos se verá reflejado.
Y otro, el de un gallo, más gallardo que cualquier conquistador. Y en ese cacofónico macramé de recuerdos descenderá a tristes galicinios, esos instantes de la noche en los que canta el animal del cuadro, cuando todavía está a oscuras, a punto de amanecer.
Igual irrumpirá en su memoria aquel trozo de madera en el que floreció una mano. Cuando el artista sujetó esa rama huérfana y la observó para descubrir qué había en su interior, sólo vio su mano y fue entonces cuando decidió tallarla y así dejar una huella silenciosa y pacífica, tal vez para variar.
La biografía de ese artista sin firma recuerda, en parte, a la de un poeta maldito, de esos que intentaron devorarse el mundo, claro, sin permiso. Antes de cumplir la mayoría de edad ya se había escapado de casa dos veces. La primera, a los doce, llegando a rozar la frontera antes de ser obligado a volver.
Vivió en Cuba, donde su nana se lo robó por unos días, para presumir en el arrabal los ojos del niño. Buceó esponjas en Florida, a bordo de un barco de griegos, que con gestos obscenos le describían a las sirenas y le advertían del caribdis, ese monstruo cuyos suspiros se convierten en remolinos.
Recorrió el país, a veces en compañía de dos hombres morenos que les gustaba cantar, a los que llamaba Prieto Infante y Jorge Negrote. Cuando regresaba a casa, dentro de la maleta sus hijos encontraban monedas, que recolectaban con la codicia de gambusinos. En sus ratos libres, intermitentes como las lluvias, pintaba y tallaba madera.
Como abordaje de piratas, los recuerdos se sacudirán con violencia, en el avispero de su memoria, y tendrán sabores y olores. A esa biografía que nadie escribirá se le añadirá cuando un noruego le enseñó a cocinar bacalao y aquellos griegos de Tampa, musaka de aire. Y que le ponía mango y tamarindo al ceviche.
En unos años, cuando vea el cuadro, sólo recordará eso, y comprenderá lo efímera que es la vida y que el pasado sólo hace daño si se le da permiso. Y se alegrará de haber perdonado y de haber pedido perdón a tiempo. Ese exorcismo de memoria le devolverá la gracia, hasta entonces perdida.
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