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Caladryl para el corazón

Los recuerdos de la infancia nos transforman en niños, donde lo primero que se conoce es el amor de la madre
Foto: Fernando Eloy

10 de mayo: Ser madre

 

La memoria es líquida; los recuerdos llegan como olas. Cuando esos recuerdos se van, dejan inquietantes rebalajes, que es la espuma de esa agua incansable, rematada en arcos en los que se alimentan las aves. Aprovechando el día, el adulto se enmara en esas vivencias, y se convierte en niño. 

Ahí está ella; siempre está ella. Uno de sus primeros recuerdos, de esos que migran como aves, es el de un intenso picor en sus piernas. La ansiedad que carcome en la infancia se ensaña en esa parte de su cuerpo, convirtiéndola en un campo agreste de flores rojas. El niño quiere arrancarse la piel, necesita rascarse el corazón. 

Su madre sabe dónde germina esa ansiedad, pues ella también la siente: ambos la comen, la respiran, la viven; se cuela por sus poros y, en el caso del niño, emerge como ronchas. La madre, que exorciza sus penas en la soledad, consuela al niño con el bálsamo de sus abrazos y poniéndole caladryl en sus piernas llagadas; la picazón tarda en quitarse: llega antes la calma. 

El siguiente recuerdo que recala en la orilla es el del silencio de una noche: su madre lo despierta con susurros y lo viste, con rapidez. El niño aún no ha terminado de despertar cuando salen de casa y se dirigen, caminando, a otro lugar. Una huída en el conticinio, que es el momento de la noche durante el cual el silencio es tan profundo que ni los perros ladran.

Al llegar al refugio, el niño se embarca en una cama inmensa, lo que permite ubicar el recuerdo en los tres, cuatro años. Ahí, aunque no comprende lo que está pasando, el miedo se asoma y provoca el castañeo de sus dientes de leche. Entonces ella lo consuela con el bálsamo de sus abrazos y con agua con azúcar; le dice que con eso todo estará mejor, y, en efecto, así es; así fue. 

Estos dos recuerdos anteceden a otros, incluso los que se remontan a pocos días, cuando aquel niño, ya adulto, visitó a su madre a consolarla y fue él quien salió reconfortado, sin saber entonces por qué sentía sus piernas limpias, frescas, y tenía un regusto dulce en la boca. Comprende ahora que ha sido siempre ella la que lo hace sentir mejor, la que se tragó todas sus penas y miedos.

 

Lea, del mismo autor: Saber perder

Edición: Fernando Sierra


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