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La democracia y la duda

La vieja definición del gobierno de las mayorías palidece ante el espectáculo político de la era moderna
Foto: Facebook Morena

Recientemente, John Ackerman dijo que “hay hegemonías democráticas”. Cuando lo oí, mi primera reacción fue una suerte de sorpresa divertida, pero después de pensarlo un poco, se me empezaron a aparecer un montón de dudas y preguntas acerca de lo que se puede entender por democracia. Primero que nada, creo que podemos partir de la premisa de que el concepto de democracia no es unívoco, y que cada cual, desde su particular visión del mundo, con su peculiar carga de ideología, sus conocimientos de la historia universal, y sus filias y fobias, tendrá una idea más o menos individual de lo que entiende que es democrático. Valdría la pena, no obstante, intentar construir algunas premisas comunes, que nos permitan establecer diálogos sensatos, productivos y eficaces, en lugar de continuar enfrascados en esta especie de babel, en la que todos decimos que el Otro es quien no es democrático, a la vez que asumimos que los más profundamente demócratas somos nosotros. En el ánimo de curarme en salud, debo decir que no soy un político, ni conozco la teoría del estado, ni pertenezco a organización política alguna, y las ideas que expresaré aquí son solamente lo que creo comprender de un asunto complejo y peliagudo.

La etimología no basta. Repetir una y otra vez el mantra de “demos, pueblo; cratos, gobierno”, no solamente no define una democracia moderna – o post moderna, si se quiere – ni esclarece en absoluto cómo debe funcionar un estado nación para ser democrático. Quizá fue suficiente en la Grecia clásica, donde unos cuantos hombres libres (no participaban entonces ni las mujeres, ni los esclavos) construían consensos acerca del quehacer social. Ahora que las naciones se miden en millones de habitantes, cuando poco; cuando la esclavitud se ha abolido, aunque esto no sea siempre del todo cierto; y cuando las mujeres, por fortuna, participan cada vez más en los procesos de toma de decisiones, aunque todavía hay mucho trecho que andar en este sentido; las decisiones que atañen a la cosa pública no suelen ser resultado de la participación directa de todos los integrantes de la nación. Aunque se nos quiera convencer de lo contrario, celebrando simpáticos espectáculos como las consultas a mano alzada, o las aprobaciones por aclamación de la asamblea, la verdad es que el pueblo no decide. En el mejor de los casos, elige, mediante algún método acordado en el seno de grupos supuestamente representativos de toda la comunidad, un gobierno constituido por al menos tres poderes, que formulan leyes, reglamentos y normas, ejecutan políticas públicas en ese marco, y dirimen los conflictos que puedan surgir entre ellos, o entre ellos y sus gobernados, además de que funcionan, o deberían funcionar, como contrapesos unos de otros.

Y así nos hemos ido dando diferentes modelos de democracias electorales, a través de las cuales depositamos en manos de unos cuantos la responsabilidad de decidir por nosotros cómo nos van a dotar de bienestar y seguridad, y cómo van a garantizar que podamos ejercer los derechos y deberes que hemos acordado como sociedad que nos corresponden a cada cual. Las más de las veces, hecha la elección, no todos quedamos satisfechos. Casi siempre se intenta superar esta frustración diciendo que la democracia es el gobierno de las mayorías, y en tanto se satisfaga la demanda de la mayoría, la cosa marcha bien. Pero resulta que la mayoría no es una masa homogénea: es un complejo variopinto, en el que puede reunirse como mayoría para ciertas cosas, y no para otras, y la decisión mayoritaria se convierte en una cosa inasible, mudable y caprichosa. Esa mayoría que otorga a un grupo el triunfo electoral es más bien una colección diversa de minorías. En este sentido, podría decirse que una democracia genuina debería ser el gobierno de las minorías, y entonces la gobernanza democrática tendría que transitar por la construcción de consensos que resultaran satisfactorios para todas las minorías.

Un arreglo así significaría que todos tendríamos que ceder en varias de nuestras pretensiones, ambiciones y anhelos, para dar cabida a las pretensiones, ambiciones y anhelos que resultaran irrenunciables para los otros. Esto implica en primer lugar a la renuncia al ejercicio de poder de los más sobre los menos. Desde luego, este es el camino más difícil para la construcción de una convivencia de libertad y equidad para todos, pero es – en mi opinión – el único camino que permite la construcción de una democracia de veras. Este camino solamente se podrá transitar si estamos todos de acuerdo en la vigencia de un marco jurídico que estamos dispuestos a acatar todos por igual, cosa que hoy no sucede en nuestro país, lo que es dolorosamente evidente cada vez que nos disgusta un fallo legal en contra de nuestras posiciones, y respondemos en términos de que “el poder judicial se ha corrompido”, o de que “a mí no me vengan con que la ley es la ley”.

Cuando hoy, en plena danza de las corcholatas, que simulan no pretender convertirse en candidatos, sino sólo en defensores de la  4T, y cuando los partidos se debatan en una desesperada carrera por armar alianzas sin más acuerdo que la alianza misma, porque lo único que los une es el ansia de poder, y cuando se nos dice que se trata de construir una “hegemonía democrática”, haríamos bien en tener claro que la hegemonía solamente sirve para ejercer el poder, y el poder se ejerce, o para encumbrarse sobre el Otro, o para adueñarse de todo bien disponible, a expensas siempre del Otro. Eso de la “hegemonía democrática” no es ni siquiera paradójico: es un contrasentido que pretende ocultar tras un disfraz de bondad, una voluntad de imposición autoritaria.

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Lea, del mismo autor: El cinco de junio y los incendios en Canadá

 

Edición: Fernando Sierra


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