Este cinco de junio, como cada año, se conmemoró el Día Mundial del Medio Ambiente, esta vez con el lema “Por un planeta sin contaminación por plásticos”. No sé si fue un efecto de mi reciente jubilación, simple distracción, o la desorientación propia de los desplazamientos y las mudanzas, el caso es que me pasó del todo desapercibido, además de que en realidad no hay nada que celebrar. La severidad de los impactos que ejercemos un día sí y el otro también hace que sea bien difícil elegir cada año un lema que enfoque la atención a un solo problema ambiental, que debiera entonces asumir una especie de categoría de prioridad global. La Organización de las Naciones Unidas se esfuerza todos los años en proponernos un problema ambiental concreto, que demanda la atención de todo el mundo, pero entonces pareciera que todos los demás problemas palidecen o se olvidan, y ahora podríamos pensar que, ¡bueno!, el cambio climático ya no es más una emergencia global, y ahora nuestra preocupación primordial deben ser los plásticos y sus efectos y consecuencias. Pero ahí sigue la crisis climática, y continúa la deforestación por cambio de uso del suelo, y se intensifica la pérdida de biodiversidad y… la lista parece abrumadora e interminable.
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A mediados de la década de los sesenta, a Barry Commoner, ecólogo y divulgador de la ciencia de aquel entonces, le resultaba un tanto ofensivo que se dijera que a quienes se dedicaban la ecología se les llamara “profetas del desastre”. No debió ofenderse: las profecías de entonces, como La Primavera Silenciosa, de Rachel Carson, o las que adelantaba el mismo Commoner en su obra – ya clásica – El Círculo que Se Cierra, resultaron palidecer ante lo que parece suceder hoy día con nuestro entorno. Para muchos es cada vez más claro que el principal reto que hoy enfrentamos como especie es el de modificar nuestra relación con el resto de la naturaleza, y revertir una tendencia que nos puede condenar, no solamente a contemplar una nueva extinción masiva, sino a participar – con dolor quizá – en la desaparición de nuestra propia especie.
En una reflexión anterior decía ser un optimista imbatible e irredento, y lo soy; lo que no quiere decir que viva en la negación, o que no me dé cuenta de la gravedad y la urgencia de la crisis ambiental que vivimos. Mi optimismo es el fundamento de mi convicción de que la crisis ambiental se puede ir resolviendo antes de que encaremos la extinción, y que nuestros hijos y nietos sí pueden conocer un futuro de sustentabilidad. Pero esto requiere la acción comprometida, eficaz y contundente de las organizaciones supranacionales, los gobiernos nacionales y las jurisdicciones subnacionales, que deben de una vez por todas poner la agenda ambiental a la cabeza de sus políticas públicas y al frente de las listas de asignaciones presupuestarias.
Aunque ya la jovencísima Greta Thumberg nos ha demostrado que no basta con la presión social para lograr que las instituciones gubernamentales pongan con eficacia manos a la obra para encarar la crisis de sustentabilidad ambiental, no hay otro camino que convocar a los actores sociales no gubernamentales a continuar demandando a las instituciones responsables de garantizar el bienestar (la salud, la educación, el acceso a la cultura, el abrigo y la alimentación de la gente); es decir, las instituciones que constituyen los gobiernos, que atiendan la necesidad de conservar el medio ambiente, proteger la biodiversidad, restaurar el deterioro de los ecosistemas, y garantizar la continuidad de los servicios ambientales; antes que seguir obstinadamente luchando por permanecer al frente de las estructuras de poder, garantizar la acumulación de la riqueza generada por la transformación del entorno, promoviendo o justificando el empleo de la violencia para dirimir conflictos, o construyendo infraestructura pensada para perpetuar el modelo de desarrollo dominante.
Hace unos días nos amanecimos con la noticia de que centenares de miles de hectáreas de los bosques de Canadá ardían sin control, y que el humo generado por esos incendios repercutía en la calidad del aire de grandes ciudades de los Estados Unidos, como Nueva York y Washington. Nuestros dos grandes socios comerciales (suponiendo que lo que dice el TMEC es cierto, y que somos socios, y no simples subordinados de los Estados Unidos) padecen una clara crisis ambiental, en buena medida resultado de la emergencia climática. Sin embargo, y a pesar de las rimbombantes declaraciones de diferentes autoridades de ambos países, que prometen abatir las emisiones de gases de efecto invernadero generadas por sus economías, parecen más dispuestas a gastar sus recursos en intentar demostrar que México no tiene bases científicas para intentar evitar la proliferación e los cultivos de organismos genéticamente modificados, que en enfrentar el deterioro que sufren sus propios ecosistemas.
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Los incendios de Canadá, y los que sufrieron recientemente los bosques de California, y los que sufrimos todos los años en los bosques y selvas de México, son toques de alarma: la tierra viva arde, y clama nuestra atención. Basta pues de financiar conflictos planetarios, construir obras faraónicas en el ánimo de escribir el nombre de líderes pasajeros en los libros de historia, buscar vías para conquistar el espacio, o encontrar nuevas formas para forrar los bolsillos de quienes ya tienen más dinero del que podrán gastar sus herederos, y los nietos de sus herederos, y pongamos de cabeza las formas de asignar presupuestos y generar políticas públicas, para poner por delante la vida y el entorno, de modo que las generaciones venideras se encuentren cada cinco de junio con días que merezca la pena celebrar.
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