Quizá ya quedamos pocos que recordamos al malévolo doctor Fu Manchú, ese escurridizo supervillano creado por Sax Rohmer en 1913, y que hizo las delicias de niños y jóvenes de cuando menos tres generaciones de lectores y cinéfilos. Siempre empeñado en destruir las sociedades occidentales, aunque sin un proyecto alternativo claro, el siniestro doctor lograba una y otra vez evadir la acción de la justicia, y con subterfugios más o menos inexplicables y bastante inverosímiles, lograba poner en jaque a todos los regímenes de la época. Este representante del Mal, un mal gratuito y universal, era lo suficientemente listo como para mantenerse siempre unos pasos delante del superpolicía británico Sir Denis Nayland Smith, que se devanaba los sesos tratando de desentrañar las complejísimas conspiraciones urdidas por el oscuro doctor, aliado con las más diversas fuerzas opositoras al occidente, desde zombis y sicarios hipnotizados, hasta ejércitos de países remotos y – por supuesto – hermosas y seductoras mujeres malintencionadas.
En estos días, en México, temprano cada mañana, nos encontramos con capítulo tras capítulo de la presencia inmortal del doctor Fu Manchú. Ahora resulta que este archienemigo – llamémoslo, por lo pronto señor X – logra armar conspiración tras conspiración, apoyándose siempre en la colaboración de unas nebulosas fuerzas del conservadurismo, asistidas por gobiernos extranjeros. Resulta difícil creer que haya por ahí un oscuro enemigo empeñado en destruir los mejores esfuerzos del pueblo por salir de la pobreza, reconstruir la paz y el tejido social quebrantado, y construir algo que pueda llamarse, “la verdadera democracia”, que por lo visto debe incluir la permanencia en el poder del Movimiento de Regeneración Nacional.
Peor a pesar de las dificultades, la sombra del doctor Fu Manchú se ha ido introduciendo en el imaginario de muchos compatriotas. Es frecuente que escuchemos argumentos al tenor de que el gran timonel es “el presidente más atacado de la historia”, y que cómo no iba a serlo, si lucha incansablemente contra los corruptos que pretenden apropiarse de la riqueza nacional, y por defender contra las oscuras fuerzas del exterior los valores de nuestra mexicanísima cultura y la inviolable soberanía de nuestro país. Ante argumentos así, toda crítica se convierte en ataque inmisericorde, y cualquier decisión presidencial se vuelve digna de aplauso y apoyo. Al fin y al cabo, lo importante es derrotar el mal, dejar atrás el pasado, que es siempre peor que lo presente, y desde luego mucho peor que un futuro prometido, aunque inalcanzable.
Uno acaba por dudar de sus propias dudas. Quizá sea cierto que la mejor estrategia para acabar con la corrupción tiene que atravesar por un periodo en el que quede claro que toda corruptela fue del pasado, y basta con eso para que termine, aunque no se identifique la identidad de quienes las cometieron, ni se les sancione al probar su culpabilidad. Quizá sea verdad que los desaparecidos no desaparecieron, al menos, no todos, y que es más relevante contarlos bien que localizarlos. Puede ser que mucho de ellos se encuentran desaparecidos voluntariamente, generando un ambiente de inseguridad, en colusión con las madres buscadoras, organismos no gubernamentales y el rey de España, para desacreditar los esfuerzos de la cuarta transformación.
La incertidumbre crece un poco cada día. A lo mejor es verdad que el país está en paz no está en guerra, y “como todo mundo sabe, la paz es el antónimo de la guerra”. A lo mejor si pensamos que la paz es otra cosa, y que no hace falta estar en guerra con otros para perderla, es que el diabólico doctor nos ha lavado el cerebro. Quizá las becas para realizar estudios en universidades extranjeras hayan sido siempre mecanismos para reclutar cerebros para engrosar las filas de enemigos de la transformación, empeñadas en construir infiernos neoliberales. Quizá la Academia Mexicana de la Ciencia sea una célula espía del neoliberalismo internacional.
Es posible que muchos nos hayamos equivocado, y que la construcción de un tren sea un asunto de seguridad nacional, de modo que preguntarse si se ha realizado violentando la legislación ambiental, o generando sobreprecios inexplicables, es prácticamente una traición a la patria. Desde luego, si no nos hemos dado cuenta de que el país no se está militarizando, sino que las fuerzas armadas, parangones de la honorabilidad, la honestidad y la solidaridad generosa, no hacen más que enmendar los errores y reparar las ineficiencias de los civiles corruptos de antaño, es que estamos obnubilados por el discurso de los medios de comunicación, que son voceros de los conspiradores, que aspiran a devolver al país a un estado de injusticia, pobreza y desigualdad, que parecemos no entender que ya ha sido superado.
Si todo esto es cierto, entonces tendremos que ser muy cautos al elegir por quién votar en las próximas elecciones, no sea que nos equivoquemos, y contribuyamos al triunfo de la malévola conspiración de Fu Manchú. Pero como en las novelas de Rohmer, solamente el paladín Nayland Smith sabe a ciencia cierta que el villano doctor existe, y que está detrás de todo lo malo que acontece en el territorio. Los demás no nos enteramos. Seguimos pensando que puede haber una contienda democrática, que hay intereses legítimos que no coinciden necesariamente con la propuesta oficial, y que hay mejores maneras de hacer las cosas, de modo que se podrá construir una nación más sustentable, justa y libre. Puede ser que lo que nos esté pasando es que nuestra ingenuidad nos impide ver la sombra de Fu Manchú detrás de todo lo que sale mal, o que no resulta satisfactorio para todos. Como quiera que sea, me resisto a creer en la existencia de un malévolo todopoderoso: Fu Manchú está solamente en las novelas, y en el cine de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.
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