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Foto: Códice Nutall

José Marcial Gamboa Cetina

Alguna vez se han preguntado cómo eran el embarazo y el parto en la época precolombina. Pues bien, gracias a las investigaciones desde diferentes disciplinas como la arqueología, la epigrafía, la lingüística, la historia del arte, la etnohistoria, entre otras, se ha podido desentrañar el significado de los códices. Estos, son fuentes históricas de primera mano en los que las sociedades indígenas, mediante los llamados tlacuilos o escribas con la habilidad de pintar, dejaron constancia de sus avances culturales y científicos e informaron sobre una multitud de aspectos, como las creencias religiosas, los ritos y ceremonias, la historia, o el sistema económico y político. En este texto nos dedicaremos brevemente a exponer lo que se ha descubierto en torno al embarazo y al parto, según lo plasmado en los códices y complementado con los datos aportados por los cronistas de la conquista.

Según la cosmogonía prehispánica, el embarazo era visto como un acto divino, donde se creía que los niños eran concebidos por los dioses creadores y luego enviados a la tierra a través del vientre de las mujeres para dar origen a un nuevo ser humano. Se consideraba que el éxito del embarazo y el parto dependía de la adhesión de la mujer a las normas de la moral religiosa; un parto sin complicaciones se interpretaba como una señal de ello. Además, se creía que las relaciones sexuales frecuentes fortalecían al feto, ya que este se nutría con el esperma del hombre durante la gestación. Sin embargo, hacia los últimos meses del embarazo, era recomendable espaciar o suspender las relaciones sexuales, ya que se creía que el semen podía volverse una sustancia pegajosa que perjudicaría al bebé e incluso dificultaría el parto.

Desde el momento en que se tenía certeza de un embarazo, los parientes se reunían para elegir a la partera que debía atender a la mujer encinta. Entre los cuidados de la partera estaban: ocuparse de prepararle los alimentos que debía comer y aconsejarle sobre la frecuencia y la calidad de éstos. Cuando estaba próximo el parto, la partera preparaba el temazcal (baño de vapor), donde palpaba la panza de la embarazada y enderezaba al niño hacia el canal de parto. Asimismo, le daba de beber a la parturienta alguna pócima para facilitar el alumbramiento e invocaba a las diosas protectoras de las embarazadas.

Entre los aztecas, el parto era conocido como “la hora de la muerte”, pues se consideraba que la mujer que paría era una guerrera que sostenía una batalla en la que, como todo combatiente, podía ganar o perder. Si en su lucha salía victoriosa y traía al mundo un nuevo ser, la gloria era la maternidad y, el hijo, el trofeo. Si sucumbía en la batalla con el niño aún cautivo en su matriz, su muerte era tan noble como la de un guerrero, y al igual que uno de ellos, ascendía a la Casa del Sol. Si el parto se desarrollaba felizmente, enseguida venía la expulsión de la placenta y el corte del cordón para el cual la comadrona pronunciaba un bello discurso al niño o niña. El cordón y la placenta tenían diferente destino según el sexo de los recién nacidos, ya que, si era varón, se enterraba en el campo de batalla y si era niña, en el hogar. Después del parto, se consideraba que el cuerpo de la mujer quedaba “abierto”, por lo que era necesario “cerrarlo” para que volviera a la normalidad. Para ello, durante ocho días consecutivos recibía diferentes sobadas para que sus órganos regresaran a su lugar original y su cuerpo se cerrara de nuevo. Asimismo, la partera recomendaba a la mujer evitar los vientos de lluvia y levantar cosas pesadas.

Como podemos atestiguar, en muchas localidades de México, a pesar de los años, algunas de estas costumbres perviven, sobre todo entre los pueblos originarios donde la partera continúa siendo un personaje fundamental para la atención y el cuidado de las mujeres embarazadas y durante el periodo posterior conocido como puerperio. 

José Marcial Gamboa Cetina es profesor investigador del Centro INAH Yucatán 

[email protected]

 

Coordinadora editorial de la columna: 

María del Carmen Castillo Cisneros; antropóloga social del Centro INAH Yucatán

[email protected]

 

Lea, de la misma columna: Pintar rejones y vestir banderillas en Chemax

 

Edición: Fernando Sierra


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