Para votar los fuereños se implementaron las casillas especiales y fuimos tantos que en hilera nos movíamos involuntariamente, en forma similar a la serpiente y en ese desliz, se escucharon los espasmos de la entraña.
Durante el tiempo de aquella espera, se reprodujo un suceso singular; la nostalgia por el terruño.
Un tardío homesick revelado por la credencial del INE, en donde hemos depositado la pertenencia, arraigo; nuestros humos, la patria móvil, los recuerdos y el sosiego.
¿Por eso en el fondo no actualizamos nuestra dirección?
De las cinco mujeres del team, que se logró moldear en el transcurso de las 7 horas del tenaz convivió electoral en la colonia del Valle de la Ciudad de México, ninguna de ellas se conocía previamente; ahí se convirtieron en amigas y me permitieron escuchar.
Dos de ellas se llaman Ale. A una le encanta su nombre y a la otra, no (“¡Lo odio, en verdad!”). Nacieron en Ciudad Juárez y Acapulco hace más o menos 25 años, en el tiempo en que en dichas ciudades se asesinaron a cientos de mujeres.
Sus padres fueron testigos de cuándo emana la pus del absceso que fue infectado por las miserias de los dealers bisoños, pasados inexpertos, patrones de la estupidez, policías podridos y traficantes en un jardín que se secó por abandono.
Así que sus madres las enviaron fuera de esa frontera y puerto; llegaron a la capital en donde ahora estudian y trabajan.
La situación de María, de 20 años, es similar; su huida de Celaya fue de aullido. Allí, en el Bajío, el toque de queda fue tan contundente, como duras las cicatrices emocionales que la orillaron al miedo y también a estudiar psicología. Pretende cursar la especialidad en sicoanálisis en el Claustro de Sor Juana.
Sobre esas costras invisibles se tatuó en la espalda una figura con los trazos creados por el pintor Vasili Kandinsky y Henri Matisse, (“este tatoo me salió carito”).
“Si mi padre tuviera terapeuta no se tatuaría la cara; tendría trabajo y no le hubieran negado la visa”, sintetiza una de las Ale, luego de escuchar las virtudes de la especialidad y narrar las consecuencias de su propio tratamiento mental. Resultó que todos estábamos en una cura afín.
La estrategia
Camila y Sandra son profesionistas con 33 años cumplidos. De Shihuahua y Sinaloa, respectivamente. La norteña es médico en urgencias del ABC, siempre alerta y con espléndido humor (“la guardia de anoche merece una michelada, ¿qué no?”), mientras la paisana de Culiacán, administra recursos humanos para una empresa de 120 mil obreros. (“Somos un madral de historias”)
Las dos saben de béisbol, van al estadio. Describen las jugadas con la exactitud de una pasión; el tris de un lanzamiento.
Críticas de AMLO, más bien le dan carrilla; imitan las frases mañaneras. Piensan que ser mujer garantiza la eficacia en la presidencia. No quieren desperdiciar su voto. (“Lo de Claudia es una estrategia”).
Las cinco pagan renta. Las estudiantes buscan becas y están preocupadas por el cambio climático, la falta de agua y el calor. Sobre todo para la otra Ale, licenciada en Ciencias Ambientales y maestra en yoga. (“Pinches empresas no quieren cambiar nada”).
Los mejores burritos, ceviches y la carnita asada. (“Que todo lo resuelve”), aflora en los antojos, mientras el hambre, el sol, la sed, la tiricia, el sueño y la duda, nos invade.
La fila ya dobló y alcanzó la cabeza-cola hasta confundirse. Somos miles, porque nos han escrito el número 887 en el dorso de la mano y nos encontramos a la mitad del primer rosario. (“No manches, son las tres”).
Cinco horas después me sondean (“Jubilado: fui periodista”) y profieren al unísono la onomatopeya: Ahhh uhhhh shshhh.
Edición: Estefanía Cardeña
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