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Foto: Margarita Rosales

Margarita Rosales González


Conservar sus semillas, cuidarlas, sembrarlas y volver a sembrar año tras año, es la tarea cotidiana de todo campesino que hace su milpa o continúa los cultivos heredados de sus padres y abuelos. Son las semillas nativas, las originarias, las que no se compran a los comerciantes, las que no tienen patentes ni cuestan mucho dinero. Esta es la labor de muchos campesinos mayas del sur, del oriente y del centro del estado de Yucatán; un patrimonio colectivo del pueblo maya, antiguo, sí muy antiguo; tal vez de unos 3 mil años. 


Las semillas se nombran y clasifican por su diferente ciclo agrícola. Unas son las de ciclo largo, cuyas mazorcas tardan cuatro meses en madurar en la mata, como el xnuk nal o el ts’íitbakal. Las de ciclo mediano o xmejen nal tardan dos meses y medio, como el nal xoy y las tempraneras; los gallitos o xnal t’eel (la más antigua) pueden madurar en siete semanas. Todas, semillas con distintas características que se siembran en diferentes suelos, en distintos momentos y espacios y que han permitido sostenerse desde tiempos pasados a estos milperos mayas. Las hay de cuatro colores: blanca, amarilla, roja, morada; colores también asociados a los puntos cardinales, que fueron seleccionadas desde tiempos antiguos y continúan cuidándose que no se mezclen unas con otras.

Estas semillas, al igual que muchas otras, forman parte de la agrobiodiversidad desarrollada por diversos pueblos a lo largo de milenios. Su cosecha ha alimentado a la humanidad desde los inicios de la agricultura y las aldeas sedentarias, e incluso algunas desde antes, cuando se recolectaban y molían, como las semillas de calabaza. Sin duda, son un patrimonio biológico y cultural de los pueblos y de todos nosotros. Sin embargo, este patrimonio está en peligro. Está siendo desplazado por las semillas producidas por la industria, propias de la agricultura moderna y sus monocultivos. La pérdida de las tierras agrícolas tradicionales ante el avance de las ciudades y la agroindustria, así como la amenaza de los cultivos transgénicos y los fenómenos climáticos como los huracanes, pone en riesgo su existencia.

Estos eventos desencadenaron el origen de las ferias de semillas que se celebran actualmente. Tras el paso del huracán Isidoro en 2002 en la península de Yucatán, muchos campos quedaron inundados y tanto los agricultores como algunas organizaciones civiles se percataron de que las instituciones públicas no tenían la capacidad para proporcionarles estas semillas primordiales. Las ferias de 2003, realizadas en cuatro microrregiones de la península de Yucatán: Hopelchén, Campeche, Oriente y Sur de Yucatán, y Poniente de Bacalar, Quintana Roo; permitieron a los participantes intercambiar, vender y comprar semillas. Esto facilitó que quienes habían recuperado semillas pudieran compartirlas con aquellos que las habían perdido o que encontraron variedades ancestrales que ya no se sembraban.

La historia desde entonces es larga, con muchas aristas y múltiples actores. Aquí referimos a un pequeño grupo de campesinos de nueve comunidades, entre ellas, Tixméhuac, Chacsinkín, Peto y Tahdziu. Campesinos que, con paso de los años, han rescatado, producido e intercambiado sus semillas en las ferias anuales, al tiempo que han asistido a talleres, reuniones locales y nacionales, como la Red de Defensa del maíz. A partir de entonces,  han revalorado y bendecido sus semillas; las reivindican como un patrimonio colectivo heredado y reconocen tanto los riesgos de su pérdida como la importancia de su defensa ante las amenazas externas de las semillas transgénicas. Este colectivo de campesinos se constituyeron como “Guardianes de las semillas” Kanan I’inájo’ob en 2013 en la feria de Sisbic cambiando su mirada, no solo ante sus semillas y saberes sino también, respecto a sus recursos naturales y su territorio frente a ejercicios de patrimonialización. 

La apropiación, valoración y necesidad de defender y conservar la propia cultura surgen cuando se siente amenazada por procesos de colonización y apropiación social y cultural. No se reivindican las prácticas culturales y los recursos como propios hasta que se percibe que han sido arrebatados o que existe la intención de hacerlo. Sin embargo, también ocurre cuando el pasado, la historia y la cultura heredada se reconocen y se vuelven significativos para construir el futuro.

Esta es una parte de la historia que como antropóloga social he compartido con los Guardianes de Semillas del Sur de Yucatán. Su interés por registrar sus semillas y el extenso aprendizaje necesario para documentarlas, así como la importancia de proclamarlas como suyas en una rueda de prensa en 2016, han sido experiencias significativas. Todo esto forma parte de un trabajo académico y colaborativo realizado desde el INAH y la organización Misioneros A.C., que esperamos seguir relatando.


Margarita Rosales González es profesora investigadora en Antropología Social del INAH-Yucatán [email protected]


Coordinadora editorial de la columna: 

María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social

[email protected]


Lea, de la misma columna: Elecciones: el verdadero misterio y el futuro de la 4T


Edición: Fernando Sierra


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