Opinión
Rodrigo Medina
20/06/2024 | Mérida, Yucatán
Todas las bicicletas funcionan de forma sencilla. Es la fuerza lo que las impulsa, un movimiento de piernas hacia arriba y luego hacia abajo, en continuidad. Un abrir y cerrar, como el ritmo simple del corazón.
Arriba de una bici todo cobra el sentido de un juego de niños, incluso cuando el caos nos rodea: una sirena de ambulancia aproximándose, un bache a menos de dos metros, los carros y su inesperada presencia, la posibilidad de la caída mientras fluimos en un descenso feroz.
Alguna vez leí un ensayo sobre el privilegio de haber aprendido a manejar bicicleta en la niñez. La autora argumentaba que no en todas partes es posible aprender, y no todas las vidas tienen el derecho al tiempo libre. A estas verdades se le pueden sumar otras: es un privilegio aprender a manejar una bicicleta junto con otros niños, en una colonia de fraccionamiento donde los coches no iban a más de 30 kilómetros por hora, como fue mi caso y el de muchos otros niños y niñas. Aun así, ninguna bicicleta representa un privilegio en sí mismo.
Foto: Santiago Cauich López
Si bien la infancia es aparentemente sencilla, la bicicleta es uno de los muchos instrumentos que permiten la independencia. A través de ella se conoce la complejidad: hay que caerse, primero que nada. Nadie aprende a manejar una bici sin caerse una o más veces. Se enfrenta la frustración. Luego, está el mantenerse derecho y aprender a doblar sin desesperarse. De ahí, controlamos el equilibrio, la coordinación de manos, brazos, piernas, ojos y oídos sobre el aparato. Sentidos y cuerpo volcados en un objeto que produce la idea ilusoria de la unión total con algo.
Siempre que veo a un niño o una niña sobre una bicicleta, con esa prisa y dominio que encienden al pedalear, pienso que hay algo de ellos que se escapa del mundo. Un tiempo distinto. No sólo sucede con infantes, igual puede verse en adultos. Sobran las historias de personas que ya no pueden caminar, pero sí manejar una bicicleta. Tiene todo el sentido. Es un instrumento de transporte. Un arma inofensiva. Lo más cercano que tenemos a una máquina del tiempo, un dispositivo de la memoria.
Como mucha gente, he manejado bicicleta a todas horas del día. Por muchos años no tuve una, cuando habité en una ciudad construida en un barranco. El tiempo era distinto. Los detalles no se fijaban tanto en mi recuerdo. Al menos para mí, es más fácil olvidar lo que acontece cuando no tengo una bici cerca. El pensamiento y el pedaleo van de la mano. Pero lo que sorprende, es todo lo que regresa cuando se avanza con el impulso de las piernas.
Creo que si alguien monta una bici, inevitablemente, traerá de vuelta algo olvidado. En el acto se unen nostalgia, infancia, fuerza, cuerpo, sentidos. Estas cosas son frágiles si pensamos en el lado de la balanza sobre el que se inclina el desarrollo del ser humano moderno.
Foto: Santiago Cauich López
El avance industrial, la rapidez, la tecnología, el ruido, pertenecen al universo contrario en el que habita una bicicleta. Desde su invención hace más de 200 años, ese instrumento maravilloso no ha sufrido cambios considerables. Podrán ser más ligeras, estar hechas de bambú o de fibra de carbono. La operación es igual. Lo que importa es que necesitan de nuestra fuerza para accionarse. Y en ese sentido, las bicicletas son bastante generosas.
Hablando de desarrollo y tecnología, en algún lugar de Rusia, después de la catástrofe de Chernóbil, nació Michael Trimble, sin brazos. Siempre quiso manejar una bici. Un ingeniero diseñó una para él, sin mayores modificaciones: sólo un brazo largo con una pinza al extremo que pudiera colocarse bajo la axila, un soporte para impulsarla con el mentón y un freno para las rodillas. Hay videos de Michael descendiendo las curvas de Oregón entre coches y peatones. Su rápida sombra tejida con la de los árboles en otoño.
Persiste una relación adversa entre la potencia energética desbordada e ilógica de los calderos tensos que terminaron por reventar al norte del mundo y el torrente vital de un corazón que sólo sabe abrirse y cerrarse. En lo segundo, estamos todos cuando niños. Con ese ánimo vital que nos proyecta a escaparnos. Algunos, cierto es, somos aún dichosos de poder contar con una bicicleta.
Como en todo, hay ciclistas desagradables como hay niños odiosos: ambos relativamente inofensivos. Lo que importa al pedalear es sentir cómo el cuerpo se conecta al camino (incluso en el spinning, supongo), al ritmo primitivo del abrir y cerrar que es el bombeo del corazón. No hay nada más vulnerable y más fuerte que eso. Cuando manejen una bicicleta es posible que desaparezcan de este mundo por un rato.
Edición: Estefanía Cardeña