Los ojos de María se esconden en el piso. —En ese momento no entendí la contradicción. Me avergüenza admitirlo. Creo que por eso nunca aprendí a confiar.
Pienso en la figura que María me recita. Tiene algo de bello. Lo creo, a pesar mío. Me conozco: estas imágenes que surgen en mi mente cuando la persona frente a mí habla me alejan de mi trabajo de escucha. Esta vez no opongo resistencia.
—Entonces tenía cuatro años. La frase de mi padre tenía todo el sentido. Él era todopoderoso: iba al cajero y aparecía dinero; podía cargarme en sus hombros toda una tarde. ¿Cómo no iba a poder hacer que me creciera el cabello?
Pienso, por ejemplo, en algunos poemas de Neruda. Están repletos de versos imposibles, de figuras bellas por contradictorias: “Por eso eres la sed y lo que ha de saciarla”. O en el famoso Poema 20: “Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero”.
—Aquellos años fueron difíciles para mis padres. Él se quedó desempleado y mi madre tuvo que sacarnos adelante. Papá se hizo cargo de nosotras: cuatro niñas. Peinarnos antes de ir a la escuela le resultaba un martirio
Comienzo a suponer hacia dónde va su padre. No puedo evitar pensar en la compleja combinación de lo bello y lo feo. Sed y saciarla. Quererte y no quererte. Hacerte crecer el cabello y cortarlo. Como cuando Valéry dice que no le gustan los museos: tantas obras reunidas, clasificadas, dispuestas a la utilidad pública. ¿Qué tiene que ver eso con el deleite que supone el arte?
—Yo amaba mi cabello. Lo quería, desde luego, como Rapunzel. Esperaba que me llegara al piso. Por eso me ilusioné cuando dijo que me lo iba cortar más largo. Lo que él no quería era desenredarlo, peinarlo a las 6 de la mañana.
Lo que me temía. Su padre se fue hacia lo fácil, lo burdo, lo simple, lo superficial. Valéry dice que en los museos uno se vuelve superficial. En una habitación repleta de pinturas, frente a las miles de horas de trabajo de esos maestros, sucumbimos. Es imposible apreciar lo bello y complejo en ese contexto. Un oído no puede escuchar diez orquestas a la vez. ¿Se puede desenredar y peinar el cabello a cuatro niñas al mismo tiempo, a las 6 de la mañana?
—Me lo dejó tan corto como el suyo. Cuando vi los mechones en el piso comencé a gritarle que me lo volviera a pegar. Que me había traicionado.
No hay nada bello en la traición. Recuerdo una tarde, a mis ocho años. Mi hermana, que entonces tenía 5, brincaba en un tombling. Quería bajarse de un salto, pero tenía miedo. “Yo te recibo”, le dije. Su salto, más la fuerza de su peso, me venció. Nos fuimos para atrás y se golpeó el rostro con el piso. Su llanto, su diente roto, me hicieron sentir terriblemente culpable. Al día siguiente el dolor había pasado, y la fealdad de su diente roto no era nada comparado con la risa que le daba el verse chimuela y, además, haberse ganado un bote de helado.
¿Cuál es la diferencia? Algo ha estado rondando mi mente. Poco a poco logro ponerlo en orden: cada quien hace un esfuerzo por afrontar las inevitables contradicciones, la terrible oposición a la que nos obliga la vida. ¿Qué posibilita que alguien confíe? ¿Qué alguien deje de confiar? No se puede saciar una sed sin antes tenerla. Querernos supone el riesgo de que uno de los dos deje de hacerlo. Valéry se siente fríamente confuso cuando camina en una sala de hermosas esculturas. María ya no confía en los hombres desde aquella vez que, a sus cuatro años, uno la traicionó.
Y sin embargo, nos dice Neruda, “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Lo bello surge entonces como la posibilidad de derrotar lo adverso, no de negarlo, como lo intentó Praxíteles. Su Hermes se hizo más bello cuando se le rompió el brazo derecho. Es la dialéctica de lo Bello, explica Valéry. Solo en el placer —y en su derrota—, puede encontrársele.
*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños
Edición: Ana Ordaz
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