Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
07/07/2024 | Mérida, Yucatán
Es mucho más que papel y tinta. Es mucho más que información y opinión. Un periódico puede ser un objeto inflamable, una bomba molotov; una noticia bomba de varios kilotones. También puede ser consuelo, bálsamo; una historia que conmueve, una flor de tipografía. Es un artefacto poderoso y, a la vez, delicado, porque un periódico es igual una contradicción.
En especial en estos días, en los que sentarte a leer es una excentricidad. Las horas se han hecho más cortas, y en esa brevedad sobrevivimos bebiendo cocteles de información intrascendente. Nos sumergimos en una cantina en la que todo el mundo perifonea sus posturas. Pero ahí, desde hace nueve años, La Jornada Maya susurra.
La marea de gritos no logra hundir la fortaleza de la estructura de este periódico, que sigue navegando firme, sin zozobrar en la estridencia sexy de los modos actuales del periodismo. La Jornada Maya se mantiene en rumbo, el mismo que se trazó cuando comenzó su travesía. Y ese es uno de sus rasgos distintivos.
Nos han impuesto la necesidad de pensar y de vernos igual, de leer lo mismo y de sentir de manera idéntica al otro. Más allá, está repleto de peligros y dragones. La mayoría de los periódicos, al igual que las turbinas de información en línea, son únicamente el reflejo de nuestro pasado. Sólo en estas páginas he encontrado nuevas rutas de la seda, sueños de posibilidades.
Soy lo que he leído; en gran medida, lo que he leído en los periódicos. Como muchos de mi generación, mi historia con ellos se remonta a la infancia, cuando destripaba las ediciones dominicales en busca de los cuentitos. Conocí los engranajes del mundo en las secciones internacionales, y me formé una opinión en el cajón de sastre que eran las páginas editoriales.
Mi historia con los periódicos es una historia de amor y desencanto; de leer periódicos pasé a escribir en ellos. Muchas madrugadas mi corazón latió con la misma frecuencia que las bobinas de la imprenta. Esa cercanía, sin embargo, también ha ido erosionando la idea romántica que abrazaba al inicio. Los cínicos no sirven para este oficio, advertía Kapuściński, y tenía verdad.
Hoy día ese cinismo se refleja en la tendencia fatalista de dejar morir al periodismo escrito, un delicioso suicidio en grupo. Sin embargo, mientras una gran mayoría de medios impresos ya tienen listos sus propios obituarios, La Jornada Maya se aferra a un futuro, un porvenir que muchos no logran vislumbrar. Pero yo, y muchos más, sí lo vemos. Y lo vemos claro, en ese esfuerzo que se mezcla con la tinta en cada una de sus ediciones.
No se acaba ahí la vocación a ser distinto de este periódico, que apuesta por historias diferentes y por darle voz a aquellos que nunca antes habían sido escuchados —y mucho menos, leídos. Aquí no he encontrado a articulistas pontificando pero sí a poetas que regalan flores de un día y a historiadores que bucean y nos comparten perlas de ayeres arrinconados.
Y esos hallazgos son diarios, por lo que más que nueve años, lo que se celebra hoy son las 3 mil 285 jornadas de La Jornada Maya. Me gusta este periódico porque me transporta a mi pasado pero también me hace soñar con mi futuro. Es en estas páginas en las recuerdo el motivo por el que elegí ser lo que hoy soy. Y sí, además de lo anterior, La Jornada Maya es también un puerto al cual regresar después de las tormentas. Muchas felicidades a todos los responsables de este prodigioso objeto de papel, tinta e imaginación.
Edición: Fernando Sierra