Opinión
Felipe Escalante Tió
01/08/2024 | Mérida, Yucatán
Las lecciones de historia de la primaria suelen dejar la impresión de que la violencia de la Revolución terminó casi al terminar la década de 1910, aunque prácticamente el plan de estudios obliga a pasar de la situación en México a la Primera Guerra Mundial, por lo que queda un enorme vacío entre la rebelión de Agua Prieta y la expropiación petrolera. En fin, la instrucción básica implica eso, que no sea exhaustiva en cuanto a nuestra historia.
En realidad, la violencia continuó durante varios años, pero en lugar de grandes levantamientos en los que intervenían pueblos enteros, se dieron algunas revueltas encabezadas por cautillos militares, con mando de tropa. Esto permitió que en varias regiones del país la vida continuara con relativa tranquilidad. La península de Yucatán fue una de estas regiones, pero es necesario enfatizar la palabra “relativa”.
En Yucatán, particularmente, los asesinatos a mano armada, robos y asaltos, así como atentados con dinamita contra las vías del ferrocarril o bien contra establecimientos comerciales y oficinas de gobierno, no resultaban extraños. Podría decirse que en algún momento la población de entonces se acostumbró a vivir en un ambiente sumamente tenso y naturalizó algunas situaciones.
En la prensa de la época, un diario hizo suya la misión de exigir a las autoridades que controlaran la violencia delictiva originada en el tráfico de drogas heroicas, los juegos de azar, la venta clandestina de bebidas alcohólicas y por quienes pretendían hacerse justicia por mano propia. Se trató de El Correo, que en su tercera época circuló entre 1918 y 1923.
Revisando esta publicación, de repente salta una nota titulada “La profanación de cadáveres en el Cementerio General”, a la que seguían dos sumarios: “Fueron exhumados dos que hace poco fueron sepultados” y “Quejas de los dolientes”.
Por muchos años fue práctica común que los estudiantes de Medicina obtuvieran un esqueleto para sus lecciones de anatomía. Para ello debían realizar una expedición nocturna, clandestina, al Cementerio General, de donde exhumaban los restos óseos requeridos. Uno pensaría que el periódico daría cuenta de una de estas incursiones, pero nada más alejado de ello. Se trataba de una anomalía administrativa, que El Correo calificó de “inmoralidades”, y que involucraba a varias personas y de la cual el diario obtuvo varias notas subsecuentes.
La noticia partió de la queja de un individuo de nombre Santiago Ravell, quien había acudido al Cementerio General de Mérida en compañía de varios amigos con el fin de dar sepultura a su padre, Fernando Ravell T., cuyo cadáver debía depositarse en una bóveda del segundo grupo, la cual “resultó muy pequeña para la caja, lo que ocasionó que no se le diese sepultura en dicho lugar. Que el señor Ravell y compañeros comunicaron lo que ocurría al señor Administrador don Domingo Acereto, quien al oír lo dicho por aquellas personas ordenó a los sepultureros que sacaran el cadáver de un Martínez que ya estaba cumplido y que ocupaba la bóveda número 251 del segundo grupo. Que el señor Martínez tenía de sepultado 2 años dos meses y que ya estaba cumplido el término de ley”.
Para sorpresa de los sepultureros, los restos del tal Martínez no se encontraban deteriorados, pues en realidad llevaba pocos meses de enterrado. El administrador, entonces, ordenó que se exhumara otro cadáver, al cual “le faltaban algunos meses para que se cumpliesen los dos años que marca la ley, encontrándose también con que solamente tenía de sepultado unos meses”. No fue sino hasta el tercer intento que al fin se sacaron otros restos y se sepultó al señor Ravell.
Hoy día, que la cremación se ha vuelto la práctica más difundida de inhumación, y que la disposición de las cenizas no solamente requiere menos espacio, sino que también hay familias que optan por echarlas al mar o destinarlas al abono de algún cultivo, resulta llamativo el plazo de dos años para poder exhumar un cadáver, pero el Reglamento del Servicio Público de Panteones del Municipio de Mérida contempla actualmente plazos de tres, quince años y perpetuidad para el uso de fosas, criptas, nichos y columbarios; previo pago del derecho correspondiente.
Pero volviendo a la reclamación de El Correo, que aprovechó correr traslado de la nota al gobernador, quien entonces era Manuel Berzunza, consistía en que, al igual que hoy, la exhumación de cadáveres solamente podía hacerse por orden de un juez competente, y mientras, era notorio que el administrador no controlaba los libros en los que debía tener los registros de inhumaciones.
El señor Ravell, mientras tanto, apechugó y supuso que en menos de dos años, a alguien le presentarían el cadáver de su padre, mientras intentara dar sepultura a un pariente. Las sanciones a los funcionarios municipales, esas son noticia de otro tiempo.
Edición: Estefanía Cardeña