Opinión
Rulo Zetaka
25/09/2024 | Mérida, Yucatán
Todo está quieto. Pasaron temblores, huracanes, las botas militares, políticos tramposos y aparentemente, escampó.
Durante mucho tiempo, este espacio era un territorio rebosante de vida, la especie humana construía sus ciudades en diálogo con el verdor que las cobijaba. No se cortaba un palo sin pedir permiso, no se tomaba un café sin agradecerle al grano y menos se sembraba una semilla sin pensar en todas las generaciones contenidas en su cascarón.
Pero algo pasó, torcimos el camino hacia una quietud abrumadora. El concreto sepultó las raíces haciendo de las ciudades grandes monolitos que se comunicaban con otras grandes ciudades a través de trenes, que terminaron siendo las venas de la devastación. Sobre esas rieles se transportaba más y más concreto, gasolina y carbón. El verdor que antes rodeaba la ciudad empezó a replegarse.
Después siguieron los políticos, la humanidad les elegía cada cierto tiempo con una mueca en el rostro a pesar de reconocer lo fingido de sus sonrisas y lo absurdo de sus propuestas de desarrollo. Junto con ello también traían más discursos porque con pocos ya no les alcanzaba, iban muy orondos hablando de una mejor economía y olvidando los dolores de todos lo demás que no eran como ellos ni como sus soldados. La indolencia ante el otro, el diferente, el segregado y el que piensa diferente reinaba mientras que la humanidad seguía eligiendo a los mismos con nuevos rostros, otras máscaras o muecas nuevas. Un puñado de tramposos se hizo del control de todo el cemento y empezó a homogeneizar el paisaje. Los edificios empezaron a alcanzar el cielo y el suelo cambió su arcoíris de color marrón por el homogéneo gris.
En un rincón del verdor habitaban dos seres que lidiaban con su cotidianidad trabajando a marchas forzadas. La primera era una esforzada polinizadora que batallaba palmo a palmo ante el gris impenetrable, viajando largas distancias para encontrar a las escasas flores que aún brindaban su polen. Ella dibujaba todo su camino de vuelta a casa con tantito polen, pensaba que era inútil porque tendría que trabajar el doble si dejaba la comida en el camino, pero ver a los diminutos sonreír ante ese trazo le alimentaba algo que no era el estómago.
El otro ser caminaba pasito a pasito, acercándose de una planta a otra para dialogar con los diferentes. El empecinado caracol paseaba sobre los grises más profundos y encontraba no solamente brotes que atravesaban el cemento, sino también otros seres perdidos que ya no podían encontrar el verdor. Una retorcida culebra le susurró sus anhelos en el último aliento, una atrevida zarigüeya le pidió indicaciones para volver al verdor, pues necesitaba llevar a toda su prole a un lugar donde pudieran habitar y mientras le daba indicaciones vieron un trazo de polen que bailaba en el aire. Por lo que decidió sugerirle al marsupial que se llevara a su familia detrás de ese color que flotaba y él, como era muy lento, iría detrás y por ahí les alcanzaría.
En su persecución del color, el caracol se llevó todo el tiempo del mundo, hasta que un día, cuando estaba por fin al borde del verdor escuchó un estruendo. A sus espaldas se desmoronaba todo, el viento y la tierra sacudían convulsos todo el cemento hasta hacerlo añicos. Los descarrilados trenes estaban ahora desparramados en el piso, el carbón vertido sobre los árboles limítrofes y la gasolina derramada se bebía el color azul haciéndolo un tornasol ponzoñoso.
Justo ese día, el caracol oteó el polen del aire y encontró al portador, le preguntó sobre su labor y se maravilló de conocer a un ser tan dadivoso. Pero todo parecía perdido a pesar de haber encontrado a su guía, el agua que caía del cielo y atravesaba los restos de cemento llegaba pútrida a las orillas del verdor, devorándolo y haciendo un fango asqueroso.
Mientras esto sucedía el caracol se fue metiendo de a poco a lo que quedaba del verdor hasta hacer del último árbol su casa. Desde ahí observaba el horizonte y descubría horrorizado que hasta donde alcanzaba a ver sólo había polvo en el aire, fango en la tierra y miseria de la especie que dominaba el cemento, unas botas machacaban al unísono para extraer hasta el úlitmo grano de utilidad de lo que quedaba de la ciudad, mientras que cómodamente en sus sillas, los políticos alzaban sus dedos índices para exigir que se exprimiera el último árbol, aquel gigante desde donde el caracol observaba.
El caracol escuchaba acercarse el sonido de las botas y temeroso miró hacia el cielo nocturno en búsqueda de las estrellas para despedirse de ellas, pero el gris también se las había devorado. Con el terror haciéndose carne encontró un trazo de polen en el cielo y una diminuta sonrisa que señalaba en lontananza.
La abeja, llena de polen sonreía, había logrado regresar de su última incursión en medio del caos. En lo profundo del concreto, desde el otro lado del mundo, se veía bailar una vela y esta era observada por la abeja. El caracol no podía entender cómo una vela podría brillar tan intensamente y verse desde tan lejos. La abeja se posó junto al lento gasterópodo y susurró.
Nunca sabes donde habitan los polinizadores de esperanza.
Al concluir la frase, se escuchó un desgarro que estremeció al caracol, el árbol se desajaba solito. Ante la mirada de las botas que se acercaban amenazantes, incontables polinizadores alzaron el vuelo junto con un puñado de aves que cargaban en sus picos semillas. El puente aéreo se fue tejiendo mucho mas rápido de lo que parecía y entre el árbol y la vela ahora iban y venían fugaces los seres voladores, todos los zumbidos y aleteos se hicieron música mientras el verdor crecía, palmo a palmo, de nuevo.
En un tiempo récord, gracias a la ayuda de un emplumado, el caracol pudo descubrir que la vela era un faro que había sido ocupado por las personas dignas que quedaban sobre la tierra y habían decidido hacer del faro un jardín vertical. En la punta del jardín seguía ardiendo una tenue llama que, a pesar de los 10 años de búsqueda de sus tesoros, y ante la devastación que lxs rodeaba, las personas más dignas de todas seguían sembrando con la esperanza de un futuro justo.
Edición: Fernando Sierra