Opinión
Nalliely Hernández y María Edith Velázquez
27/11/2024 | Mérida, Yucatán
Gran parte de las corrientes de la filosofía han puesto a la experiencia como piedra de toque de lo que significa ser científico. Desde el positivismo, adelantado por el kantismo, hasta perspectivas contemporáneas, se identifican por la prioridad que le dan a la comprobación de los juicios científicos según su observación en el mundo. Intentando evadir los peligros del dogmatismo y las ilusiones de la metafísica y la teología, las ciencias y sus discursos defensores han depositado en los datos de la empiria su primera certeza. Gran sorpresa e incomodidad han causado las corrientes filosóficas que dan cuenta de la imposible desnudez e inmediatez de cosa tal. El sentido común nos dice que las cosas se aparecen directa e indubitablemente, que los sentidos no reportan ni más ni menos que lo que las cosas son (aunque sea en un sentido parcial pues sabemos que lo que percibimos del mundo es limitado).
Por ello, una historia de la ciencia debe incluir una historia de los instrumentos tanto de observación como de medición que fortalecieron la creencia de que nuestras percepciones del mundo se iban refinando progresivamente: corrigiendo errores, evitando confusiones, dando más detalles, ordenando los datos colectados. Tal amorío con una experiencia dotada de todas las virtudes epistémicas modernas (objetiva, directa, ordenable, repetible, comprobable), fue puesto en peligro de manera notable por Thomas Kuhn con la publicación en 1962 de La estructura de las revoluciones científicas. En este texto, Kuhn muestra que lo que se considera científico depende fuertemente del momento histórico en el que una ciencia nace y florece. Aún más, que las formas de la cientificidad dependen de los hábitos científicos y no científicos aceptados por la comunidad que la sostiene. A partir de entonces el análisis de la ciencia ha tomado rumbos cada vez más complejos y específicos sobre cómo se hilbana finamente cada teoría.
Siendo justos, Kant ya había dicho que la experiencia es “ciega” si no echa mano de los conceptos que sirven para ordenar el mundo. Con mismo espíritu de justicia, habría que decir que, aunque la teoría de la ciencia no suele poner atención en el idealismo alemán, Schelling, uno de sus grandes representantes, tampoco se dejó impresionar por los discursos empiristas de su época. El sensualismo francés y el empirismo británico del siglo XVIII no lograban explicar cómo se generan y validan las ciencias experimentales si es verdad que la experiencia es cambiante, como insistentemente mostraban.
Al escribir sus textos sobre la naturaleza, Schelling toma en cuenta la multiplicidad de modelos científicos que hay en su época. La química, el magnetismo, la biología y otras ciencias muestran que los fenómenos naturales son disímiles y podrían implicar cosas muy diferentes sobre la naturaleza. Su espíritu unificador, propio del idealismo alemán, llevó a Schelling a presentir en esa multiplicidad una coherencia (basada, por supuesto, en el hecho de que todas esas ciencias hablan de la naturaleza, pero también en el hecho de la coherencia de la razón).
Inspirado principalmente en la explicación de la vida, Schelling nota que la causalidad que ha explotado la física y que analiza Kant, no será suficiente para dar cuenta de los organismos. Al presentarse nuevas investigaciones, dice Schelling, cambia la manera en la que naturaleza se revela: “Todo experimento es una pregunta a la naturaleza a la que ésta se ve obligada a responder”. Lavoisier, Galvani, Volta y Brown están interrogando a la naturaleza en términos muy distintos a los que usó Newton. Por eso afirma Schelling que el experimento es un verdadero crear a la naturaleza, no en el sentido de una transmutación alquímica o un truco de magia, sino en la creación de nuevos presupuestos o interpretaciones con las que nos acercamos a ella, así como de dispositivos experimentales que la dirigen, controlan y muestran su comportamiento. Hay, como diría Feyerabend, una carga teórica anterior y determinante en cada experimento y, como diría Hacking, una interveción que la hace mostrarse de una forma que no ocurriría en su curso natural.
El científico diseña la pregunta en función de esa interpretación del mundo, y “hace” que la naturaleza produzca manifestaciones acordes. Por eso, para Schelling, la filosofía natural sería la realización práctica de los presupuestos que en ellas operan. En este sentido es quizá que Schelling nos llama a hacer nuevas preguntas a la naturaleza y, entonces, a crearla. Una naturaleza que así resulta sujeto y objeto a la vez, como también anuncia Latour en nuestra época. En definitiva, la filosofía de la naturaleza de Schelling nos ayuda a recordar que en cada producción somos nosotros los que elegimos la manera en la que la naturaleza se ha de presentar, aunque claro está, de acuerdo con sus propias regularidades.
Nalliely Hernández, Universidad de Guadalajara
María Edith Velázquez, Universidad de Guanajuato
Edición: Fernando Sierra