Opinión
La Jornada Maya
22/12/2024 | Mérida, Yucatán
Juan Carlos Pérez Castañeda
Hace dos meses y medio dio inicio la administración presidencial 2024-2030 y con ello la construcción del denominado segundo piso de la Cuarta Transformación. Sin embargo, en materia agraria todavía no se ha presentado un programa de acción claro y no se atisba en el horizonte nada que haga suponer lo contrario. Hasta ahora no hay nada nuevo bajo el sol. El modelo de desarrollo agrario no ha cambiado un ápice y la visión del problema de la tierra se mantiene invariable. Todo parece indicar que la política agraria del actual gobierno será más de lo mismo, hecho desalentador si se considera que en el sexenio anterior sólo se repitió la anacrónica e inmovilista política de los que lo precedieron.
Para sacar al campo del atolladero agrario en el que se encuentra no basta con combatir el flagelo de la corrupción, como parece ser el planteamiento fundamental. Ni eso es la panacea, ni la solución puede ser tan simplista. Es necesario además implementar acciones innovadoras que fortalezcan la impartición y procuración de justicia, refuercen el ordenamiento territorial, regulen la desamortización, revitalicen el proceso productivo agropecuario e impulsen el desarrollo rural, desde luego, a la luz de la variopinta gama de enfoques hoy en boga (sistémico, incluyente, participativo, sustentable, de género), a fin de revertir orientaciones y tendencias negativas, comenzando por la reconcentración de la tierra y la descapitalización de los núcleos agrarios. Anclarse sólo en el combate a la corrupción significa que se está de acuerdo con lo que precedió, lo cual conlleva la reproducción del modelo de desarrollo neoliberal, la del marco jurídico que lo sostiene y la de las estrategias y programas que lo apuntalan.
En efecto, transcurridos ya los primeros 60 días de gobierno no hemos visto ni escuchado ninguna declaración que nos haga siquiera preludiar alguna política pública o programa agrario estratégico ¿Será acaso que quienes llegaron piensen igual que los que los antecedieron y crean que el problema de la tierra en México ya está resuelto? ¿Será que quienes estaban antes de iniciar la 4T no se han ido? ¿Será que no hay diagnóstico alguno o que si lo hay esté equivocado? ¿Será que la miopía institucional respecto de lo agrario sea tan apabullante que no le deje ver el bosque?
En materia agraria no es sólo la deshonestidad de los servidores públicos lo que lacera y lastra la vida del campo. Lo hace también la deficiente normatividad jurídica de la propiedad social y la de los derechos que tienen que ver con la familia campesina y el aprovechamiento del suelo, ámbitos en los que la protección legal de los sujetos agrarios necesita ser blindada, puesto que su actual regulación se halla más emplazada hacia la incorporación de la tierra a los mercados inmobiliarios que hacia la tutela de aquéllos.
Más allá de las imperativas adecuaciones legales y programáticas que se requieren, la erradicación de la corrupción precisa de un esfuerzo de reingeniería institucional dirigido al restablecimiento del orden y del respeto a la ley. Muchos de los conflictos agrarios que se suscitan en el campo son auspiciados por la falta de presencia, complacencia o complicidad de las autoridades. En muchos lugares prácticamente impera la anarquía, de suerte que la mayoría de las conductas ilícitas en esta materia quedan impunes.
Ejidatarios, comuneros, posesionarios, avecindados, comisariados, servidores públicos, inversionistas, mafias inmobiliarias, etcétera, infringen la ley sin rubor alguno. Por ello, la desamortización, la descomunalización, la privatización y los demás procesos agrarios estructurales, más que avanzar en dirección al ordenamiento territorial y a la seguridad jurídica, se han convertido en fuente de despojos y conflictos, la mayoría de los cuales atestan los tribunales del ramo para agravar la artritis crónica que padece la impartición de justicia.
Por ello resulta imperativo revisar la ley y actualizar el marco institucional agrario, empezando con una revisión a fondo de las funciones sectoriales. La SEDATU es apenas una dependencia viviendista y urbanista carente de la visión territorial que su denominación implica. La Procuraduría Agraria, ente obsoleto corroído por la corrupción y generador de incontables controversias, debe readecuar su papel y moralizar sus cuadros para enfrentar eficazmente la problemática actual, mientras que el Registro Agrario Nacional requiere modernizar su tecnología y sanear y desburocratizar sus estructuras, todo lo cual hace imprescindible una importante inversión pública. De no enmendar la ruta, el horizonte de sucesos que para el ejido y la comunidad se avecina no se ve nada halagüeño.
Edición: Fernando Sierra