Opinión
Juan Salvador R. Sánchez
06/01/2025 | Tizimín, Yucatán
La intención inicial no había sido visitar a los reyes; la idea surgió después de ver pasar por la carretera a personas en bicicleta, corriendo o en moto con sirenas e imágenes que me recordaron a los devotos a la Virgen que recientemente había registrado en la basílica de la Ciudad de México, e hicieron preguntarme si éstos también eran peregrinos. Conforme Tizimín se acercaba, no quedaba duda: ese era el centro de arribo de quienes habíamos pasado por la carretera y que, de igual manera, hacíamos cada vez más lento el tránsito en las calles. En una primera impresión, no me quedó duda de que los reyes eran un evento especial para los tizimileños. Al llegar al centro de la localidad, las luces de las series y arreglos evidenciaban su relación con ellos, y la verbena en la plaza quizás lo confirmaba.
La cola para ver a los tres reyes comenzaba en la 49 casi esquina con la 50 centro; eran las diez con doce de la mañana, si bien había amanecido fresco, se comenzaba a sentir el calor a la sombra, y a pesar de avanzar relativamente rápido, la fila no bajaba de larga, manteniendo su inicio en el punto referido. Durante la espera, personas ofrecían ramilletes de ramas de ruda de diez y quince pesos, hacían que el olor característico de ella se sintiera mientras la espera entre vasos desechables y botellas de dudoso contenido eran dejados atrás durante el avance y las charlas de los que hacíamos fila se mantenían.
Diecisiete minutos después llegamos a la siguiente cuadra, una calle más bulliciosa y transitada, que no aseguraba que nos encontráramos más cerca de la Parroquia de los Tres Santos Reyes, sólo la certeza de que la fila seguía avanzando mientras veíamos las espaldas blancas y amarillentas del ex convento. Mientras avanzábamos a "vuelta de pierna", durante los cuarenta y cinco minutos ya transcurridos, los vendedores ofrecían sus mercaderías: medallas de los monarcas de a diez, brillosas plásticas de color plata y una pegatina con los personajes del momento, bolsas con chicharrones, juguetes colgando de palos que cargaban los globeros para los más pequeños de la fila que acompañaban con cierta carga a sus padres; también, lentes oscuros, kibis, aguas y demás enseres desfilaban contra flujo o bien, descansaban sobre plásticos en el piso, como hamacas de náilon y zapatos. Mientras, el sonido de los helados se mezclaba con el distintivo "raspar de la manita", las escamas robadas de un bloque de hielo y aderezadas para conformar los refrescantes y necesarios granizados.

Foto: Jusaeri
Ya no era el contenido de los envases los que nos podrían hacer dudar y, si bien mi sinusitis alérgica me ha hecho casi inmune a varios olores, los vapores no sutiles que emanaba de las calles, y que de a poco se calentaban, generaban la suspicacia y comentarios de aquellos que compartían la fila y el reparo de más de una persona cuando el olor se hizo presente: alguien no logró encontrar un sanitario. Todo ello hizo cuestionarme cuál era la gestión de los residuos por parte del municipio, qué hacían con la basura generada por todos los que visitamos, y ¿dónde había un baño? Un baño que no fuera al que alcancé a entrar en la lonchería, donde nos ofrecieron salbutes, panuchos, chayitas, empanadas, escabeches, lomito y asada que me embutí sin pena y sí mucha gloria. No faltó la música ambulante durante nuestra espera: solos de clarinetes, tambores con trompeta en grupos que al paso extendían un sombrero en solicitud de una moneda.
“¿Por qué no dejan pasar? ¡Mira cuánto espacio tienen!” fue la expresión que se escuchó detrás y, en efecto, la fila había dejado de avanzar, nos encontrábamos ya junto al santuario, junto a esa pared guinda y alta. Frente a nosotros cruzaba, por la puerta lateral, otro grupo de personas saliendo de la misa oficiada en punto de las nueve y que, después me percataría, se juntarían con quienes ya habíamos visitado a los reyes, pero eso desconociamos en ese momento y sólo nos preocupaba que el espacio frente a nosotros se hacía más grande, y si bien no corría peligro de ser invadido, nuestra desesperación crecía mientras personas vestidas con chaleco amarillo, de ese llamativo que hace que lo veas, detenía nuestro flujo, permitiendo evacuar el interior de la iglesia. De repente avanzamos en zancadas de quien lleva prisa de llegar, pues el paso se había abierto.
Foto: Jusaeri
Alcanzando la entrada principal del recinto, por el cual llevabamos cincuenta y cinco minutos de espera, se presentaron las escaleras como aviso de nuestro arribo; un voluntario de chaleco amarillo me recordó amablemente que me debía retirar la gorra color verde, que minutos previos, muchos minutos previos, había olvidado quitarme al entrar a escuchar las palabras del padre y que, ya frente al altar, el peso de la misma gorra me hizo recordar que debía retirarla.
Tres filas se formaban para la entrada a la iglesia: la lateral, que pasamos para entrar a misa; la principal, de enfrente, por donde hacíamos nuestra entrada triunfal, y que nos llevó a ver a los reyes; una más lateral, a la derecha, a un espacio reservado para prender velas.
La fila en ese tramo se aceleró; no se detuvo hasta que llegamos frente a la figura de los tres monarcas colocados al interior de sus vitrinas, donde las ramitas de ruda eran frotadas al cristal mientras se movían los labios de quienes estaban parados frente a ellos, como si realizaran un rezo o una petición; ya no una cartita, sino una plegaria en particular a modo de regalo.
Pregunté entre los de la fila por qué usar ramas de ruda: “Es la tradición,” me contestaron. “Es por su olor, simula el de la mirra, el incienso”. Eso mismo pensaba mientras olía las ramitas durante la espera. Ese olor fuerte y herbal me recuerda colores guindas, no encuentro mejor obsequio fragante para emular los regalos entregados por esos tres reyes magos de oriente contada por la tradición.
Tres minutos duraría la visita. La puerta de salida y el recorrido en fila de una hora con diez minutos y trece segundos quedaba atrás; el pedido a los reyes realizado: este año no pedí juguetes, serían peticiones marcadas por esas preocupaciones que la vida adulta trae. Agradecido por el encuentro, el único paso posible para continuar era salir. La fila en la que veníamos, esa espiral serpenteante, dobló cuatro veces sobre sí, reduciendo -en apariencia- el recorrido, al moverse de la 49 y 50 a detrás del ex convento, pero dando cuatro vueltas en la explanada frente al mismo edificio, pasando tres veces junto a la cuadra del santuario, que si lo colocáramos en línea recta la fila, ésta cuadruplico su distancia, generando a quienes la formaban esperasen seguramente más de la hora con trece que viví.
Edición: Emilio Gómez