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La mujer que domestica las mareas

No es culpa del océano que actúa según su naturaleza
Foto: Jusaeri

El año pasado, el mar le arrancó a su hijo; lo succionó. Su cadáver descansa entre corales, convertido en guarida de una anguila fluorescente. Aún así, no culpa al océano, que actuó según su naturaleza; culpa a los que no hicieron nada. Para ella y para todos en el puerto, el mar tiene personalidad propia; no es un elemento o una abstracción geográfica.

El mar es un ser. De él han recibido el sustento. Bajo su amparo se forman las familias. En él encuentran la paz. Con él los niños se convierten en hombres. Junto a él nacen y mueren esperanzas. ”El mar da y quita”, sostiene, repitiendo la más sólida y repetida verdad que se ha escuchado en su casa. No tiene más que bendiciones para el mar, aunque éste haya asesinado a su primogénito.

El mar es el caos primordial, el centro de su universo; es lo inconsciente y lo soñando. Su existencia es acompañada por un insensato y horrible tamborileo de flautas cósmicas. El mar es un dios con una inteligencia cruel, como la de todos los dioses: no es raro que le pida a los padres el sacrificio de sus primogénitos.

Pero ella no está dispuesta a entregarle otro hijo. Y por eso, apenas cubrió con arena húmeda las artes de pesca del muerto —a falta de cuerpo— se plantó en la orilla para intentar domesticar las mareas; ahí recibe los primeros rayos del sol, desde el 15 de octubre.

Las personas que la veían plantada —como espolón— pensaban que se despedía de sus otros dos hijos, cuyo luto lo rumiaron en la faena, pero poco a poco fueron comprendiendo los motivos de la mujer. Casi tres meses después, están seguros, como ella, que logró domesticar las mareas.

En una tarde del limbo del calendario de fin de año, ella reveló sus avances; las primeras en conocerlos fueron la viuda y los huérfanos de su hijo. En los primeros días en los que convirtió la orilla en rodeo, el mar se embraveció, e intentó apartarla con una gran furia. Ella soportó las bofetadas de las olas y lloró; lloró por su hijo.

Esas lágrimas, conjeturó, amainaron al mar, que quizás recordó el sacrificio de la madre. En la borrasca, incluso, el océano le regaló la visión de su hijo, quien yacía en un lecho inmóvil, cobijado por percebes. El pescador muerto parecía descansar en paz, y eso fue un bálsamo para su madre.

En visitas posteriores, en susurros que se perdían en el laberinto del rugido del oleaje, ella le dijo al mar que no lo culpaba: Milton sólo fue un arrebato, le concedió; el huracán como rabieta de niño, y eso pareció calmar al mar. Más aún, le dio las gracias por su generosidad, y reconoció los bienes que le había brindado a ella y a su familia, durante varias generaciones.

Todos los amaneceres ella le compartía al mar anécdotas familiares: el tío que naufragó y pasó cinco días a la deriva, las sirenas gordas que intentaron llevarse a su abuelo, el collar de conchas que le regaló su esposo… El mar reaccionaba a cada historia, con diversos ánimos, que ella aprendió a reconocer.

Así comprendió, entre otras cosas, que la bajamar y la pleamar no son partes de un ciclo que rigen los astros, sino la manifestación externa de la tristeza o felicidad, respectivamente, del mar. Ahora, ella conoce cómo consolarlo y cómo mantenerlo alegre. Por ejemplo, cuando se aleja, lo llama, como llamaba a sus hijos pequeños, y el mar regresa.

La mujer aprende cada día más secretos de ese mar hasta hace poco indescifrable, y por eso muchas madres acuden a ella en las tardes para pedirle que interceda por sus esposos e hijos. Ella le pide a las mujeres que le cuenten algo que sólo ellas sepan de ellos, para que el mar los identifique y los regrese vivos al puerto.

En todas las ocasiones esas intervenciones han tenido éxito. Las autoridades ven con recelo esta práctica, y han comenzado a circular el runrún de que la mujer está loca: No soportó la muerte de su hijo, declaró un capitán de puerto, quien, aferrado a la tradición de los suyos, prefirió las sombras del anonimato.

Aún así, la mayoría es impermeable al rumor, en especial las esposas y madres: en el poco tiempo en el que lleva domando a las aguas, esta mujer ha protegido más a los hombres de mar que esas autoridades que ahora la calumnian. Hay ya un sinfín de testimonios que muestran que amansó a ese agitado animal.

Así como a ella el mar le regaló la visión de su hijo muerto, varias viudas han visto a sus esposos por sus buenas artes. Uno está aferrado todavía al timón, y la marea del fondo del mar lo anima a seguir buscando el puerto de su familia. Otro, un pulpo lo abraza con sus ocho brazos. Uno más, reposa sobre los restos de una lancha rápida de la Segunda Guerra Mundial.

En realidad, no se sabe con certeza si esa mujer habla ya el idioma del agua, o es una especie de psicosis colectiva, pero lo que es un hecho es que en la comunidad de pescadores ha nacido una nueva esperanza para hacer frente a las rabietas anuales de los huracanes.

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Edición: Ana Ordaz


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