Opinión
Rafael Robles de Benito
05/02/2025 | Mérida, Yucatán
Buena parte de los humedales costeros de nuestro país está cubierta por mangle. De hecho, México es el segundo país de América en términos de la superficie ocupada por estos ecosistemas. Quizá para muchos, los manglares sigan siendo una suerte de estorbo para el crecimiento turístico, una maraña de vegetación plagada de mosquitos y alimañas que no sirve para nada porque, desde que se decidió considerar a las especies de mangle como amenazadas y en peligro de extinción, se prohibió su aprovechamiento, y ya no se puede cortarlas, ni extraer taninos, obtener jimbas, o producir carbón, so pena de multas y cárcel. Lo cierto es que se trata de ecosistemas que tienen una importancia capital para la biodiversidad, y cumplen además con funciones vitales para le balance hídrico nacional, y para la estabilidad de los litorales del país particularmente en un escenario de crisis climática como el que hoy encaramos.
Cuando llegaron los primeros europeos a costas tropicales de América, no vieron extensos cocoteros. Ese paisaje fue construido a partir de la conquista y colonización. Lo que sí vieron fue manglares, y los juzgaron una vegetación “pútrida y diabólica”. Hoy tenemos que desaprender esa percepción, y entender que, sin manglares, careceríamos de muchas especies de importancia económica indudable, como varios camarones, cangrejos y peces; y otras que podrían convertirse en recursos generadores de riqueza para las comunidades costeras, como los cocodrilos.
Entre los múltiples servicios ecosistémicos que nos proporcionan los manglares, quisiera destacar dos, que resultan particularmente vitales en la circunstancia climática que vivimos, que puede tener impactos catastróficos en zonas costeras: durante eventos hidrometeorológicos de gran envergadura, como nortes extraordinarios, o huracanes, los manglares actúan como frenos a la velocidad de los vientos y obstáculos al oleaje, de manera que su presencia, cuando es saludable y se encuentran en un buen estado de conservación, son barreras protectoras para la infraestructura en comunidades, centros de desarrollo turístico, puertos y vías de comunicación. El segundo es que los manglares son formidables sumideros de carbono. En ellos, no se retiene carbono únicamente en la biomasa en pie, sino que la hojarasca que van perdiendo queda sumergida en el limo del humedal, donde sufre procesos de descomposición relativamente lentos debido a las condiciones bioquímicas imperantes, de modo que se ralentiza el ciclo del carbono, que tarde entonces un tiempo considerable en reincorporarse como gas atmosférico.
Estas son razones más que suficientes para insistir en la importancia de conservar nuestros ecosistemas de manglar, y para aplaudir la reciente decisión del estado mexicano de adherirse a la iniciativa Mangrove Breakthrough. Al anunciar esta decisión, la secretaría Bárcena ha dicho que “Este tema de manglares y la gestión ecológica, y el Programa Nacional de Restauración que queremos llevar adelante es transversal a todo el Gobierno de México […] estamos muy comprometidos para poder lograr esta meta de 15 millones de hectáreas de manglares, o sea, para conservarlos, para restaurar estas 400 mil hectáreas, por lo menos el 30 por ciento al 2030. Sabemos que son ecosistemas claves, que incluso para la compensación de gases de efecto invernadero los manglares son seis veces más eficientes que cualquier otro tipo de ecosistema y, por eso, es tan importante que podamos realmente avanzar en esta dirección”.
Se cuenta con el talento, el marco de derecho y la información científica y técnica necesaria para encarar este reto. Está por ver si a ello se suma el presupuesto que demandará este esfuerzo, y la decisión política para llevarlo a cabo, de cara a poderosos intereses contrapuestos, como los que pretenden continuar impulsando el establecimiento de infraestructura para un desarrollo turístico masivo de sol y playa, los que todavía pugnan por reanudar el vetusto proyecto del Canal de Zaragoza en la laguna de Chetumal, en Quintana Roo, o quienes persisten en promover asentamientos urbanos irregulares en comunidades costeras, como Cancún, Progreso de Castro, o San Felipe.
Mientras escribo estas líneas, escucho el mensaje de la ciudadana presidenta a la nación, anterior a su conversación con el señor Trump. En términos generales, me ha gustado el talante, y la disposición que ha mostrado a no bajar la cerviz ante los desplantes del bravucón del barrio. No sé si el haber obtenido una postergación de un mes a la imposición de aranceles, a cambio de enviar a diez mil elementos de la guardia nacional a las entidades fronterizas sea un triunfo indiscutible, o solamente gane tiempo; pero es una muestra alentadora de firmeza y sensatez. Ojalá se tuviera una disposición semejante para emprender la tarea que se requiere para conservar el patrimonio natural de la nación que todavía merece la pena preservar, y para restaurar los ecosistemas deteriorados por el avance del modelo de desarrollo imperante.
Por muy claro que tengan la titular de la SEMARNAT y sus organismos desconcentrados (particularmente las comisiones nacionales de conocimiento y uso sustentable de la biodiversidad, áreas naturales protegidas y forestal, y el instituto nacional de ecología y cambio climático) lo cierto es que hasta ahora no se ha logrado que el resto de las agencias del ejecutivo, y el congreso responsable de la distribución del erario público, comprendan la necesidad de dotar al sector ambiental de los recursos necesarios para cumplir los compromisos adquiridos y atender las tareas que las leyes mexicanas le encomiendan. Lamentablemente, el tema queda entonces en lúcidos discursos y recomendaciones sensatas. Más ruido que nueces.
Edición: Ana Ordaz