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Nunca más volveré a ver

Las dos caras del diván
Foto: Jusaeri

—Nunca más volveré a ver.

El lamento de María es profundo. Sus ojos han perdido la capacidad de ver, más no de llorar. Nada les entra, pero las lágrimas brotan lentas, pequeñas, como un rocío matinal.

—Nunca más volveré a mirar la sonrisa de mis hijas, ni ayudarlas a recoger las conchas más bellas en la playa. Nunca volveré a leer un libro.

María había perdido la visión de un ojo a los 4 años, en un accidente en el jardín de niños. Ahora, a sus cuarenta y tantos, un desafortunado glaucoma le ha cerrado la última ventana con la que miraba al mundo.

—Todos dicen que me voy a adaptar. Mis otros sentidos se agudizarán. Eso no me da esperanza. No me da alivio. Yo quiero poder mirar.

Varias cosas se me vienen a la mente cuando pienso en la pérdida de la visión. Lo primero es Catedral, quizá uno de los cuentos más célebres de Carver: un hombre guía la mano de un ciego sobre el dibujo de una catedral para que éste pueda “verla”. Me viene a la memoria Milton, Joyce, Borges, quien asumió su ceguera como un estilo del destino, y que consideraba que uno no mira con los ojos, sino con la mente. Helen Keller, ciega y sorda desde los 19 meses de edad; con la ayuda de Anne Sullivan, su condición no le impidió escribir un libro a principios del siglo XX.

—¿Cómo le voy a enseñar a mis hijas a observar el mundo, a protegerse de él, si yo misma no puedo mirarlo?

No poder mirar es el tema sobre el que gira Dientes de león, la novela póstuma e inconclusa de Yasunari Kawabata. Cuando se quitó la vida en 1972 —cuatro años después de haber recibido el Nobel— el escritor nipón había dejado varias entregas de la novela y un sinfín de anotaciones indicando el rumbo que ésta debía seguir. El que la novela resulte inconclusa poco importa. Los japoneses no escriben para llegar a un fin, sino para pensar el camino. Así lo hace el propio Kawabata en La casa de las bellas durmientes, o Dazai en Ocho escenas de Tokio, quizá su mejor libro de cuentos. Por eso Dientes de león no necesita más que transcurrir a través del diálogo que, sobre Ineko, sostienen Kuno —su novio— y la madre de ella. Acaban de dejarla ingresada en un hospital siquiátrico por un padecimiento extraño: ceguera de cuerpo.

—Le pregunté al oftalmólogo qué seguía ahora. Me dijo: le mandaremos a la escuela para invidentes. Carajo. Mi pregunta era retórica: ¿qué sigue para alguien que veía todos los colores y ahora no puede distinguir el día de la noche?

Lo dice Kawabata: ¿qué sabrán los médicos de los dolores del alma? Kuno y la madre de Ineko discuten sobre lo conveniente de haber ingresado a la mujer en el siquiátrico. Están preocupados por su ceguera de cuerpo: de manera súbita Ineko deja de ver; le pasa, particularmente, mientras hace el amor con su novio. El miedo de ambos es justificado. Saben del caso de otra joven con el mismo padecimiento que estranguló a su bebé porque dejó de verle la cabeza.

Por su parte, el primer cuerpo que Ineko había dejado de ver, aun teniéndolo enfrente de sus ojos, había sido el del propio Kuno. ¿Por qué se deja de ver lo que se tiene enfrente? ¿Deja de existir aquello que no se ve? Dice Kuno: “Puedo ver la colina sobre la que está el hospital, pero no puedo ver a Ineko ¿Realmente está ella allí, entre la arboleda, en medio de todos esos locos?” La duda es mayúscula. Le da miedo la idea de no poder mirar algo que existe a su alrededor.

—Le toco el rostro a mi hija y lo siento húmedo. No estoy llorando, mamá, me recalca. Pero yo sé que lo hace. Entonces me digo: sí hay esperanza. Yo puedo saber algo con las manos, a pesar de que el lenguaje me dice lo contrario y los ojos me niegan la posibilidad de confirmarlo.

Ya lo decía Borges: no se mira con los ojos sino con la mente. Y, como María va descubriendo, también se mira con las manos, la intuición; se mira escuchando las mentiras de los niños.

La afirmación Borgeana, sin embargo, tiene implicaciones complejas y contradictorias. Nos hace preguntarnos sobre las posibilidades de la vista, de la mente; de las repercusiones que sus fallas tienen sobre nosotros. Nos acerca a la reflexión de Kawabata, quien considera que la ceguera de cuerpo se parece a la locura. Ambas consisten en no ver una parte de uno mismo o una parte del ser al que se ama, una parte de la vida. De esta manera, una herida profunda en el corazón es la que causa la ceguera. Y también la locura. 

*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños

[email protected]




Edición: Estefanía Cardeña


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