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No hay sitio al que no haya ido con ella

Las dos caras del diván
Foto: Fernando Eloy

—No hay sitio al que no haya ido con ella —se lamenta Diego—. A los 50 y tantos años la muerte no se espera. Uno puede decir que vivimos muchas cosas juntos. Pero no las suficientes.

Conoció a su esposa a los 17 años. Hace seis meses falleció en un hospital, lejos de cualquier persona que la quería.

—Yo siempre le insistí: chécate, ve a que te hagan tus estudios. Es incómodo, me decía, no me gusta que me revisen. Su terquedad muchas veces nos generó conflictos.

Su mujer murió de cáncer en el cuello del útero, en la cama fría de un pabellón repleto de otros dolientes. Ingresarla fue el último intento de Diego para no perderla. Hagan lo que sea necesario, pero sálvenla, había rogado a los médicos antes de despedirse de ella.

—La muerte duele terrible —sigue, en un monólogo que ha ido repitiendo cada semana—. Pero duele más la vida después que uno asimila que su amada ya no está. Duele más seguir con la vida que aceptar la muerte.

En Viaje hacia la orilla, la película de 2015 de Kurosawa —Kiyoshi, no Akira—, el director nos muestra la manera en la que a Mizuki le duele la muerte de Yusuke, su esposo. Se ahogó en el mar hace 3 años, pero cuando una noche llega a su casa, ella lo recibe como si lo hubiera estado esperando después de un día en la oficina. El motivo de la muerte se nos revela pronto: fue por su propia mano. No hay reclamo por parte de ella, solo el comentario por haberlo estado esperando, por no saber de él, por desconocer la causa de que, hace años, no hubiera vuelto a casa.

—El problema es que a donde voy, todo me recuerda a ella. Un pasillo del súper, el recorrido al trabajo, la zona donde se acumulaba el tráfico y ella comenzaba a acariciarme el cuello, el sonido de la licuadora cuando preparo el desayuno.

¿Cómo seguir con la vida cuando cada sitio está marcado con el recuerdo de la persona que se ama? No hay respuesta que brinde alivio, pero Mizuki la contesta a su manera. Acepta la invitación de Yusuke a realizar un viaje a sitios donde él estuvo. Visitan al dueño de una posada que, ya muerto, se niega a seguir imprimiendo historias y recuerdos; a un médico y su esposa a quienes aún les duele la muerte de su hija; al pueblo donde Yusuke enseñó y donde lo aprecian. Ahí se encuentran con el hombre que murió por un resfriado. ¿Quién muere por algo tan banal, tan simple? Mizuki es confrontada con la fragilidad de la vida antes de que el hombre desaparezca entre los árboles, y se pierda en la serenidad del bosque.

—En ocasiones me siento muy enojado con ella: si tan solo se hubiera atendido antes. En otras el enojo es conmigo: si tan solo le hubiera insistido. Vas a ir al médico. Ya te saqué cita y te llevo. Mil ideas dan vueltas en mi cabeza y he dejado de intentar detenerlas.

Acompañar al otro y conocerlo no está exento de conflictos. Mizuki confirma la sospecha de la infidelidad que su esposo había cometido. Enojada, interrumpe el viaje. Va y le reclama a la mujer, quien le dice, es cierto, fuimos amantes. Y le aclara: ella igual estaba casada y ahora espera un hijo de su propio esposo. ¿No de eso se trata la vida?, le pregunta a Mizuki, que no encuentra qué responder. No todos son como ella quisiera ni tienen los valores que ella ha asumido. La voluntad ajena la confronta ahora con las complejidades de la otredad.

—La gente me dice: ocúpate en otra cosa, sal a correr, mantén la mente ocupada. Estupideces. Lo que necesito es recordarla. Volver a ella. Fijarla en mi memoria para que su ausencia duela menos.

La ausencia es un lugar imaginario en donde cabe todo pero solo se llena con la nada. Y, sin embargo, uno no puede evitar colocar ahí pedazos de memoria, fragmentos de sí mismo: una caricia en el cuello, el aroma del desayuno, el enojo contra el amado, la posibilidad de haber insistido, o de descubrirlo como un infiel. Diego, como Mizuki, no saben de cierto pero intuyen, que la muerte de su esposa solo se supera en el acto paradójico de volver a ella. Mizuki recorre los sitios en donde, en lugar de alejarse, se acerca más al recuerdo del ausente. Diego lo hace en su día a día, y en el monólogo que me repite cada lunes de cinco a seis.

*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños

[email protected]


Lea, del mismo autor: Nueve años sin tener sexo


Edición: Estefanía Cardeña


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