Opinión
Alonso Marín Ramírez
10/10/2024 | Ciudad de México
—Nueve años sin tener sexo. ¿Cómo no voy a ilusionarme?
Los ojos de María se esconden un segundo y después reaparecen. Repletos de vergüenza, se asoman tras el velo de los párpados, atentos al juicio que arremete. La ausencia del reclamo, de la sorpresa, permite que su voz pueda surgir.
—Además, es un jovenzote: treinta y dos años —suspicaz, su mirada me indaga—. Y yo en mis cincuentas.
El jovenzote se le acercó en el gimnasio. Cómo estás, por qué no viniste ayer, me da gusto verte hoy, qué bonita te queda esa blusa. María se ilusiona. Le acepta salir a bailar una noche. Luego él dice bailamos y después vemos qué hacemos; le guiña un ojo. María siente un retortijón en el estómago. Como hace 9 años no sentía.
—¿Qué le voy a decir a mi marido? Hace meses intenté hablar con él. Le dije: esto ya no es una relación. Somos roomies. Hay que separarnos.
—¿Qué le contestó?
—Nada. No me contestó ni una palabra. Miró al piso y guardó silencio.
El silencio es todas las palabras aguardando. En él hay una espera, una promesa de respuesta; solamente en él la palabra puede ser escuchada y comprendida. Algo así postula Ramón Xirau en su libro Palabra y silencio. El poeta y filósofo español reflexiona sobre el silencio como el espacio necesario en el discurso para que las palabras puedan encontrar su plenitud.
—Me siento un poco culpable porque ya le dije que sí al muchacho. Aunque no tan culpable como debería. Pero, ¿qué se hace con un esposo que no dice nada, con una casa ahogada en un silencio terrible?
Mi mente se me escapa y corre de Xirau a Updike. Los Maple. Fontanería. Los Maple es mi libro favorito de Updike. Recuerdo el domingo por la tarde cuando terminé de leerlo. Sentado en el balcón, el sol ya se había metido detrás del Ajusco. Hubo un momento de silencio —por lo demás, raro en la Ciudad de México— que yo me inventé o en el que Updike me hundió.
“El viejo fontanero se inclina con ternura [...] para enseñarme una junta valiosa, antigua”. Así empieza el cuento Fontanería. Richard Maple recorre junto al fontanero la casa donde vivió con sus hijos, con su esposa, de la cual se está separando. Mira las habitaciones, la cocina donde pasaron tantas noches, las paredes que no lloran, como él imaginó que harían. En cada habitación silenciosa, más silenciosa aún por la falta de muebles —¿por qué la ausencia de muebles intensifica el silencio?— ve la dramatización de escenas de su pasado: un hombre en esmoquin y una mujer en vestido largo y blanco; un hombre que se inclina sobre la cama de un niño a besarle la frente; una perra que ladra y corre por las escaleras. La memoria está repleta de tenues fantasmas que hablan demasiado sin decir palabras.
—No me justifico, pero las infidelidades son cosa de pareja. Una habla, el otro calla. Una busca, el otro no se mueve. Una engaña, el otro es el engañado.
La yerba en el jardín está crecida, señal inconfundible de lo que se abandona. El fontanero le señala al señor Maple el sarro acumulado en la bomba de agua. Ha quedado inútil, tras muchísimos años de no darle mantenimiento. La bomba de agua. La fuente de vida ha quedado inútil. La casa del señor Maple se está derrumbando y no hay fontanero que la repare.
—Tal vez sí me respondió algo. Creo que su silencio es la respuesta. Quizá lo quiere. Lo desea.
El silencio, quiere convencerse María, es todas las palabras revelándose, mostrándose en la infinitud de los significados. Updike dice en el prólogo de Los Maple que todo lo que hay bajo el cielo acaba y, si vivimos la temporalidad como algo incapacitante, entonces nada bueno podrá prosperar. La temporalidad es el silencio del esposo de María, el retortijón de su estómago, un baile y después ya veremos. El silencio es la hierba crecida, la ausencia de muebles, el sarro acumulado en la bomba de agua. Me hace preguntarme si una casa descuidada es cosa de la casa o de la familia que la habita. O del tiempo, que no emite una palabra, más a todos nos hace callar.
Edición: Estefanía Cardeña