de

del

Vigilados y controlados

Leer los tiempos
Foto: Efe

Cuando la hija de Stalin, Svetlana Alilúyeva, personaje central aunque no único de la novela de Monika Zgustova Las rosas de Stalin (Galaxia Gutenberg, 2016), escapó de la Unión Soviética para refugiarse en la Embajada de Estados Unidos en la India, era 1967 y el mundo estaba en plena Guerra Fría.

La noticia fue de primera plana en todos los periódicos. Sin embargo, ya había muerto el dictador y había pasado el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en el cual Nikita Jruschov denunció los crímenes de Stalin que había sido considerado durante casi tres décadas no sólo el dirigente incuestionable del comunismo internacional sino el papushka, el “padrecito”,  como solían ser llamados los zares por su pueblo. Como ellos, era representante de Dios en la tierra, aunque con autoridad inclusive de abolir a Dios de sus tierras y mantener celosamente el ateísmo militante leninista como doctrina de Estado.

Svetlana publicó de inmediato su libro Cartas a un amigo que significó su propio ajuste de cuentas con un padre que le provocaba amor y odio intermitentes como los provocaba a todos los soviéticos. Y de muchas maneras aún los sigue provocando sobre todo en las tierras de las que fue dueño absoluto, igual que el zar, y sobre las cuales dejó huella, tal como lo hiciera Iván el Terrible con quien lo comparara el genio cinematográfico de Sergei Eisenstein, otra víctima directa del implacable sistema de “purgas” stalinistas que también dejó escuela hasta la fecha.

La vida de Svetlana fue, desde luego, de novela y supera con mucho lo que ella fue capaz de decir sobre sí misma. Por eso resulta tan interesante Las rosas de Stalin, escrita por la periodista y narradora checa Monika Zgustova, afincada en España. 

Stalin fue un padre tiránico, por donde quiera mirársele, que no sólo llevó hasta el suicidio a la madre de su hija sino que impidió dos relaciones amorosas que pudieron haber sido satisfactorias para Svetlana, una por capricho, otra por su antisemitismo. 

La novela nos presenta a una mujer que, tras la muerte de su padre, siguió siendo manipulada por las autoridades soviéticas que nunca dejaron la escuela del stalinismo y le impidieron casarse con un comunista indio bastante mayor que ella. Sin embargo, a pesar de las persecuciones, vivió con él hasta su muerte y consiguió, al fin, el permiso para llevar sus cenizas al Ganges. En la India decidió su fuga rumbo al otro lado del mundo.

Monika Zgustova plantea, con la historia de Svetlana, un síndrome, el de aquellas víctimas que sufrieron bajo una dictadura y la odiaron, pero al liberase buscan ser vigiladas y controladas contra toda razón. Dictadura que Zgustova conoce bien pues nació en la antigua Checoslovaquia y ha traducido a Anna Akhmatova, Havel y Kundera, por ejemplo.

Es un síndrome identificable en muchos antiguos comunistas aún necesitados de un totalitarismo paternalista que les tire línea y los haga defender incluso lo indefendible, señale a un enemigo para destruir, los mantenga fieles, vigilados y castigados, con la certeza de que obedecer limpia de todo pecado. Pero Las rosas de Stalin no es tratado de antropología sino una buena novela que narra cómo Svetlana se enreda con una secta americana, donde, como matrushka, la viuda de Lloyd Wright le designa al padre de quien será su hija yanqui y punk, Chrese Evans. 

Tras dar otra primicia a los periódicos al intentar hacerse monja católica en Inglaterra, en 1996, Svetlana Alilúyeva sobrevivió hasta los 85 años y murió en una residencia para ancianos de Wisconsin, donde era vigilada, controlada y, seguramente, muy protegida.

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Edición: Enrique Álvarez


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