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Foto: Alejandro Cabrera Valenzuela

Las fiestas yucatecas, principalmente aquellas que tienen lugar en honor a los santos patronos de comunidades y municipios del entorno vallisoletano, han sido uno de mis temas de investigación preferidos. En varios trabajos me he referido a estas celebraciones y he tratado de mostrar sus similitudes y diferencias en relación con las que tienen lugar, por ejemplo, en el occidente del estado. Porque en el caso del oriente, se suele llamar fiesta, básicamente a las festividades en las que se hacen corridas de toros. Otros eventos de veneración a la imagen patrona que no incluyan corrida, no son considerados fiestas y reciben nombres como novena, alborada, kuuch, “gremios”.

Las corridas de toros, son posibles gracias al funcionamiento de una forma organizativa conformada por varios hombres adultos de la comunidad, coordinados para hacer viables los principales eventos que integran la fiesta: vaquería, baile, corrida, banquete. Conocidos como diputados de fiesta, estas personas corren con gran parte de los gastos que suponen un día de celebración de los varios que dura la fiesta. Se espera que parte de estos gastos sean recuperados, pero también que los diputados no “hagan negocio” con la fe de los devotos que asisten a la fiesta como signo de su veneración a la imagen sagrada. 

El ruedo o kaxche’, en el que se hace la corrida, es construido por los palqueros, personas de la comunidad que dominan el oficio de atar maderos con bejucos. En nuestros días suele haber una reina de la fiesta y a veces princesas; hasta hace unos años, se les solía llamar “vaqueras”, la más importante de las cuáles, previo inicio de la corrida, entraba al ruedo del brazo del diputado de la primera corrida y acompañados de música viva, daban una vuelta al ruedo. Hasta aquí una muy apretada síntesis del tema de la fiesta, la corrida, los diputados y las reinas o vaqueras.

Es al terminar la corrida, cuando “aparece” el fandango. No es muy común, pero, en algunas comunidades, he visto, que cuando acaba la corrida, el diputado y la vaquera o reina de la fiesta, se dirigen a la plaza o a la cancha y bailan dos piezas de jarana. Llaman a esta breve presentación: fandango. Personas de la comunidad, pueden unirse a este baile, al parecer improvisado.

Ya interesada en este “fandango yucateco” me puse indagar brevemente (porque la bibliografía no es escasa) qué es el fandango. Y resulta que la antropología y otras disciplinas se han ocupado del estudio del fandango que es un género musical y un baile, incluso, se puede llamar fandango a una fiesta. Es propio no sólo de poblaciones del Golfo de México, sino también de las del Pacífico. 

Autores como Jesús Jáuregui, Guadalupe del Razo y Anthony Shay, en sus obras dedicadas al tema, nos aportan la información que sigue a continuación. La primera mención de este baile y fiesta aparece en Nueva España, en un documento del siglo XVIII. Otros investigadores citados por los autores arriba mencionados, señalan que el origen de la palabra es africano o portugués. Y que el término aparece en España desde el siglo XVI para referirse a un baile en el que se expresan “gestos y guiños indecorosos”. Por otro lado, en un estudio sobre los colonos de la Alta California en el siglo XVIII, se menciona que, en las comunidades de rancheros, se distinguía entre baile y fandango. El primero muy formal y el segundo propio de cantinas y ambiente bastante relajado. 

En el oriente de Yucatán, el baile de la jarana (voz que nombra también a un tipo de guitarra que se toca en el fandango jarocho) es propio de la vaquería y de otras situaciones de regocijo en el marco de algún festejo familiar o de barrio en honor del santo patrón. Y, al parecer, a cualquier evento en el que se baile jarana al margen de la vaquería, suele denominarse fandango. Quizá, en contraste con la etiqueta y el protocolo que caracterizaba hasta hace algunos años a la vaquería, se daba la informalidad del fandango.


Ella F. Quintal es profesora investigadora en Antropología Social del Centro INAH-Yucatán

Coordinadora editorial de la columna: 
María del Carmen Castillo Cisneros, antropóloga social del Centro INAH-Yucatán
[email protected]

Edición: Fernando Sierra


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