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Durante mucho tiempo, Yucatán fue visto como un faro de modernidad en temas de derechos reproductivos. En 1936, se convirtió en el primer estado del país en permitir la interrupción legal del embarazo por causas socioeconómicas. Aquella reforma histórica, impulsada por figuras como Elvia Carrillo Puerto —precursora del feminismo mexicano y luchadora incansable por la justicia social—, colocó a la entidad a la vanguardia nacional. No se trató solo de una medida técnica, sino de un acto profundamente político que reconocía las condiciones estructurales que obligaban a miles de mujeres a tomar decisiones difíciles sobre sus cuerpos y su futuro.

Sin embargo, ese impulso progresista no se sostuvo. Las décadas siguientes vieron un giro hacia el conservadurismo, alentado por el peso de las estructuras tradicionales, la influencia religiosa y la falta de voluntad política para mantener el avance de los derechos de las mujeres. Mientras otros estados comenzaron a revisar sus códigos penales y a incorporar el enfoque de derechos humanos en sus legislaciones, Yucatán permanecía inmóvil, ajeno a los cambios sociales y jurídicos que se gestaban en el país.

La votación del miércoles 9 de abril de 2025 en el Congreso del Estado representa, en este contexto, un parteaguas. Con 15 votos a favor, 10 en contra y cinco abstenciones, la legislatura aprobó la despenalización del aborto. Fue una votación dividida, tensa, atravesada por posiciones ideológicas encontradas que evidencian que los resabios del pasado aún tienen fuerza en el debate público. Pero también es el signo de que algo ha comenzado a moverse, de que los consensos intocables ya no lo son tanto, y de que la presión social por garantizar derechos ha empezado a rendir frutos.



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Yucatán se convierte así en la entidad número 23 en despenalizar el aborto, una decisión que lo reincorpora —aunque con retraso— al mapa de los estados que reconocen el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo sin el temor a ser perseguidas penalmente por ello. Este avance no debe subestimarse. Se trata de una conquista que ha sido empujada desde abajo, por colectivas feministas, defensoras de derechos humanos, profesionales de la salud, académicas y activistas que durante años trabajaron para desmitificar, informar, resistir y exigir.

En este camino, no solo se han enfrentado a la omisión institucional, sino también a la violencia discursiva, al estigma y al hostigamiento. Han sido ellas quienes han sostenido las redes de acompañamiento, quienes han generado datos y análisis, quienes han alzado la voz por las que ya no están. La conquista legislativa es también un reconocimiento a esa labor sostenida en el tiempo, muchas veces silenciada o minimizada.

Pero el trabajo no termina con la reforma. Despenalizar es apenas el primer paso. Ahora el reto es garantizar el acceso efectivo y seguro a los servicios de aborto, especialmente para las mujeres en situación de vulnerabilidad: indígenas, rurales, adolescentes, migrantes, pobres. Se necesita infraestructura médica, personal capacitado, rutas claras de atención y, sobre todo, voluntad política para implementar políticas públicas con perspectiva de género y derechos humanos.

Yucatán tiene aún deudas profundas con sus mujeres. La violencia de género, la brecha salarial, la falta de representación, la discriminación estructural y el acceso desigual a la justicia siguen siendo parte del panorama cotidiano. Este avance debe ser el inicio de una transformación mucho más profunda, que abarque la educación sexual integral, la autonomía económica, la erradicación de todas las formas de violencia, y el pleno reconocimiento de las mujeres como sujetas de derechos.

Lo que ocurrió el 9 de abril no es una victoria total, pero sí una señal poderosa: Yucatán ha comenzado a despertar de un largo letargo legislativo. Ha dejado de ser un reducto de los grupos del pasado y ha comenzado a abrir espacio a las voces del presente y del futuro. En tiempos de regresiones y discursos de odio, cada avance cuenta. Este cuenta mucho.



Edición: Estefanía Cardeña


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