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Narcocultura y resistencia (primera parte)

¿A quién es útil la metáfora del crimen como método de movilidad social?
Foto: Juan Manuel Valdivia

Tengo el recuerdo muy claro, por la inquietud que me causó lo que escuché: a bordo del avión presidencial, Carlos Salinas de Gortari tuvo una charla “improvisada” con periodistas de la fuente, a quienes salió a saludar al regreso —curiosamente— de una gira por Tijuana. El asunto se documentó en los medios como una “nota de color” que, sin embargo, a mí me pareció sospechosa por los tópicos que se abordaron, uno de los cuales hacía referencia a la “quebradita”, un ritmo bailable que se había puesto de moda a principios de los años noventa, mismo que el entonces presidente utilizara como ejemplo de la creatividad, vitalidad y fuerza de una sociedad mexicana ungida de los óleos santos del neoliberalismo.

Escuchar esa afirmación de un hombre tan perverso como culto me pareció una señal diabólica. Ya desde entonces la música del noroeste del país se había venido distorsionando hasta convertirse en la expresión estética del crimen organizado, mismo que en ese momento comenzó a darle forma a un proyecto cultural para nuestro país a través de la canción de consumo, denominada por las industrias del entretenimiento como “género regional mexicano” (como si en el país sólo existieran la música ranchera y la banda sinaloense).

En el espectro aspiracional que comportan los sistemas simbólicos que le dan sustancia a nuestras expectativas de vida y de interacción, el formar parte activa o pasiva de una organización criminal se fue convirtiendo en una ambición válida para muchos, a partir de que mediante el alarde y el exhibicionismo se edificó un imaginario rentable para la criminalidad administrada como consorcio, donde el delincuente devino en héroe de la comunidad ante el vacío generado por un Estado corrupto y ocupado en administrar la miseria del país, como sucedió desde Salinas hasta Peña Nieto (teniendo su período crítico con Felipe Calderón quien, por un lado, impulsó un museo donde se exhiben las armas ostentosas de los criminales —mismo que, ciertamente, existía desde 1985— y, por el otro, promovió la “autocensura” de los medios y tuvo en su gabinete a García Luna).

Una buena amiga chihuahuense me contaba, hace 35 años, que muchas jóvenes clasemedieras del norte del país vivían a la espera de un mafioso que las colmara de los bienes materiales que les permitiesen no sólo vivir holgadamente sino con ostentación y lujo, factores que materializaban desde entonces una metáfora de la felicidad, algo que puede verse en los narcocorridos donde se nos cuenta (fantasiosamente) la vida cotidiana de los delincuentes, cuya máxima aspiración es ir por las calles en una lujosa camioneta (troca), con el sonido a todo volumen y escuchando una especie de ruido ininteligible, portando un “cuerno de chivo” y un revólver con incrustaciones de oro y diamantes, espantando el sueño con una buena raya de cocaína y bebiendo cerveza o whisky junto a una mujer, figura cuyas coordenadas simbólicas debemos indagar para conocer sus funciones actanciales en este esquema discursivo.  

El neoliberalismo se evidenció entonces como una malévola incubadora de lúmpenes económicos y culturales sin otra opción que la criminalidad o la corrupción como mecanismos de movilidad social ascendente.

Treinta y cinco años después, las alternativas parecen abrirse tímidamente hacia otros caminos cuyo tránsito supone la reconstrucción de las estructuras económicas y simbólicas que determinan nuestros afanes cotidianos, y ello requiere una estrategia lúcida por parte del gobierno y de los diversos órganos de la sociedad civil para edificar un nuevo marco de referencias en la construcción de nuestra cotidianidad. La simbiosis entre ambas instancias es perfectamente factible a partir de los resultados electorales y de la creciente popularidad de Claudia Sheinbaum.

Hasta ahora, sin embargo, activa o pasivamente, los medios electrónicos tradicionales han sido (salvo excepciones) cómplices de esta cultura de la violencia en la que vive el país desde hace 35 años. Bastaría con hacer un análisis del discurso de las canciones que se promueven en el radio para comprobar los niveles y modalidades de agresividad y crueldad en que discurre la forma en que se mira el mundo desde la música que se escucha en nuestro entorno (“…a la que no me supo amar, ¡que chingue a su madre…!”); bastaría con hacer un análisis narratológico de las telenovelas, los noticieros, los “talk-shows” y los “reality-shows” para corroborar lo anterior y concluir que nuestras modalidades de entretenimiento y hasta de deleite están fuertemente impregnadas de violencia física y simbólica.

El esquema narrativo de los narcocorridos es contundentemente simple y está vigente desde hace cuarenta años, a partir de “Camelia la texana”: se vive mal, no hay futuro y la única alternativa es pensar en el beneficio propio y vivir frenéticamente el hoy por hoy.

Edición: Fernando Sierra


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