Opinión
Nalliely Hernández
03/05/2025 | Mérida, Yucatán
Como hemos compartido en otras ocasiones en esta columna, la mecánica cuántica tiene muchas características desconcertantes si la comparamos con nuestro mundo cotidiano y clásico. Y es que sus implicaciones llegan hasta nuestros fundamentos acerca de la realidad y de cómo la estudiamos.
Uno de los efectos que ha motivado es la revisión de cómo comprendemos la medición en la ciencia. Típicamente, medir consiste en comparar dos cantidades, o determinar una cantidad (de una propiedad de un objeto) en función de una unidad estándar. De hecho, la matematización de nuestro conocimiento ha llegado a tal punto que estamos acostumbrados a medir cada vez más cosas: pesos, tiempo, fuerza, pero también masa corporal, flujos eléctricos, velocidad de internet, calorías o hasta el estrés. Tenemos integrada la medición en nuestra vida cotidiana y se ha convertido en una forma fundamental de conocer propiedades del mundo y de nosotros. Galileo acuñó esa famosa frase sobre el lenguaje matemático como aquel que es propio de la naturaleza, y desde ahí el mundo se ha ido expresando cada vez más en cantidades, ecuaciones que permiten predecirlas, y procedimientos para medir y confirmar.
Sin embargo, aunque el acto de medir involucra una interacción con los objetos para obtener las cantidades que atribuimos a sus propiedades, este acto nunca se había hecho explícito en las teorías científicas. Podemos encontrar una expresión matemática que describe cómo se comporta una determinada propiedad, como la altura (h) cuando cae un objeto: usamos h=1/2 gt2 (g es una constante que indica la aceleración gravitatoria), con la que podemos medir el tiempo y calcular la altura de caída o al revés. Pero este acto de medición no se hace explícito, y no exige algún cambio en la expresión matemática al medir en cualquier instante.
El problema de la teoría cuántica es que su modelo matemático implica que hay propiedades que no tienen un valor bien definido, pero a su vez contiene otro mecanismo matemático que permite calcular las probabilidades de los valores de esa propiedad cuando se realiza la medición. De tal forma que, por ejemplo, un electrón no tiene una posición definida, pero cuando realizo una medida sobre este, el sistema “colapsa” o transita de forma abrupta del estado indefinido al valor de la posición que hemos medido.
Así, la teoría distingue (matemáticamente) entre un evento que evoluciona sin ser medido, y el momento en que interactúa con el aparato de medida. En definitiva, hace explícita la medida.
Este colapso desconcertó a los físicos desde el surgimiento de la teoría atómica, más aún, ante la conclusión de muchos de que el acto de medida implica, en última instancia, hacer explícita la presencia de un observador. El hecho de que una teoría explicitara el requisito de observadores externos ha resultado muy polémico.
Niels Bohr interpretó este “colapso” como una consecuencia de que la medición constituye la frontera entre el mundo cuántico y el mundo clásico, ya que nuestras mediciones y descripciones siempre tienen que darse en términos de este último. Pero esta solución no satisfizo a muchos. Primero, porque resulta extraña la distinción entre mundo clásico y mundo cuántico, ¿acaso nosotros no estamos hechos de átomos también? Y, segundo, porque la aparente necesidad del observador se aparta de la idea de que las propiedades del mundo son independientes de la observación; vamos, que les sugiere cierto aire subjetivo. Para los escépticos del colapso, la exigencia es que en una teoría física fundamental no debería aparecer la medición.
De tal forma que se han desarrollado diversas propuestas para dar solución al problema. Algunos afirman que la teoría no está completa e intentan “completarla” eliminando las probabilidades de ella (es la regla para dar probabilidades la que obliga al colapso). Otra vía es explicar el colapso a partir de la idea de que se trata de fenómenos aleatorios, pero objetivos que no tienen que ver con medir. Una vía muy popular de solución llamada decoherencia sostiene que los colapsos surgen de la interacción con el ambiente, considera que el mundo es fundamentalmente cuántico, pero lo registramos de forma clásica debido a estas interacciones, lo que explica que en nuestro mundo siempre hay valores definidos y que estos siempre sean los mismos (que una cosa tenga un color y siempre sea el mismo). Una última vía más exótica afirma que todas las posibilidades que tenemos en las matemáticas de hecho se realizan, pero en diferentes mundos, por ello nosotros solo notamos una.
No hay consenso sobre cuál puede ser la mejor solución. Lo cierto es que Bohr estaba convencido de que el colapso era una exigencia de hacer referencia a nuestras posibilidades de investigación. Lo que para el danés no era en absoluto un signo de subjetividad, sino de hacer evidente que nuestra única forma de conocer el mundo es interactuando con él. Sin embargo, hay muchos intentos por evitar tal conclusión y volver a una idea clásica de objetividad. ¿Usted qué opina?
Edición: Emilio Gómez